martes, 30 de septiembre de 2014

Relatos serranos II

El tipo de la verdulería en Potrero de los Funes me aconseja que salga por la A1 y que me vaya para El Volcán.
-¿Se llama así porque hay un volcán?-inquiero, los ojos todavía pegados, la ingenuidad a flor de piel.
-No, no hay ningún volcán, la verdad es que no sé –sonríe de costado, se rasca la barba creciente, me desea suerte.


El Volcán es el primero de una travesía por pueblos puntanos que nos acerca la vida en el interior de la provincia. Luego de instalarnos en el camping municipal (gratis, a cambio de una limpieza del parque) nos disponemos a caminarlo bajo el sol alto que se abre paso entre las sierras. Un arroyo divide el pueblo en dos, configurando una partida de doble valoración. Para un lado, las casas de temporada, la calle sinuosa y aromática, finalmente el balneario La Hoya que me remite a los lugares de veraneo de la década del ´40. Todo, de hecho, me remite a esa época lejana: los almacenes, los carteles, las mismas casas. Por esas curiosas asociaciones que hace la imaginación esta parte del pueblo me recuerda a Graciela Borges en La Ciénaga, donde los días transcurren sin que pase nada, todo en un marco de calor y té frío.  Ahora bien, para el otro lado del arroyo, el pueblo es igual que cualquier otro: avenida principal, algunas personas en la parada del bondi, los chicos que salen de la escuela, las motitos que rompen el silencio con ese ruidito finito molesto.
Luego de una noche (eso era lo pactado, si queríamos quedarnos más ya no había trueque y había que pagar) seguimos camino hacia El Trapiche, el lugar elegido por todos los adolescentes de la provincia para festejar el Día del Estudiante y la Primavera. Este pueblo debe su nombre a la actividad minera, aunque actualmente ya no quede ni vestigio de todo eso. Un río límpido y rocoso lo recorre de punta a punta. Sus orillas de arena y césped son tierra fértil para los sauces que crecen de a montones y para los jóvenes y no tanto que se acercan a pasar la tarde. El pueblo es una sucesión de casas de alquiler y es muy poca la población estable, lo que provoca un silencio sólo interrumpido por las voces de la naturaleza, sean ranas, pájaros o troncos que se mecen en un armónico ron ron.


A pocos kilómetros, siempre por rutas de asfalto ahora sí perfectamente señalizadas, se encuentra La Florida, otro pequeñísimo pueblo que se caracteriza por el embalse y el dique, configurando por momentos paisajes paradisíacos, sobre todo en uno de sus camping donde montaron unas sombrillas de paja similares a las caribeñas. La ruta permite recorrerlo en plenitud, de modo que los miradores para detenerse a sacar fotos abundan por doquier.
El último pueblo que completa esta recorria es La Carolina. Su arquitectura de piedra y su estrechez (sólo una calle para el lado del “centro”, alguna que otra dispersa por ahí) lo convierten en un sitio incomparable. Pero su belleza no sólo tiene que ver con lo construido sino con su historia: aquí funcionó una mina de oro, desde fines del siglo XVIII hasta 1955. No exagero, estimo, si dictamino que, de algún modo, la historia de La Carolina es la historia del saqueo, un saqueo generalizado que América latina sufrió (y sufre) durante los 500 años de dominación imperial, en sus diferentes versiones, española, inglesa, yanqui.
Y me atrevo a decir esto porque de la mina de oro sólo quedaron sus ruinas, que hoy se visitan con guía por 70 pesos. La gente aquí vive del turismo, del empleo municipal y del campo, no más, para un pueblo que apenas cuenta con 300 habitantes. Adónde fueron a parar todas las riquezas que aquí se extrajeron es una historia sin fin, que Eduardo Galeano bien detalló en Las venas abiertas de América latina.


Además de su historia minera, La Carolina vio nacer a Juan Crisóstomo Lafinur, hoy prócer, ayer filósofo, poeta, humanista, según lo presentan todos los monolitos, monumentos y memoriales que son muchos. Este revolucionario (adscribió a la revolución de mayo de 1810 y a las ideas liberales de la época) era tío bisabuelo de Jorge Luis Borges, con lo cual, visitar el Museo de la Poesía aquí instalado es otro de los atractivos que, por si fuera poco, se encuentra aumentado por la belleza de su tumba, un tablero de ajedrez inmenso hecho con piedra nativa. Y al lado, un laberinto borgeano, construido también sobre la sierra, completan un mosaico bello y poético, que resulta, en el fondo, la mejor síntesis de La Carolina. 

2 comentarios:

  1. Es poco lo que te digo,gracias por cuánto aprendo leyendo sobre nuestra argentina,buscándolos en el mapa en su recorrido,ademas tus relatos son mágicos,los vivo.

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  2. Gracias a vos, Perla, por acercarte al blog y mimarnos estes donde estes.

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