El Golfo Nuevo aparece de sopetón ante nuestros ojos, que
por un rato descansan de ver el tablero con esa luz roja en la batería que se
prendió 50 kilómetros antes de llegar a Puerto Madryn. ¿Llegaremos? La corta experiencia
indica que La Bartola se la aguanta hasta llegar a la ciudad que buscamos, pero
50 kilómetros parece ser mucho. Así todo llegamos.
Consultamos al primer electromecánico que encontramos y nos
dice que se la llevemos mañana a las 9. Entonces buscamos la costanera, un
lugar donde estacionar para almorzar, ya que son casi las dos de la tarde. El
mar está quieto, azulado, no hay olas. Al fondo se erige una gran piedra, como
si fuera una isla y de hecho probablemente lo sea. Dos muelles se adentran, tal
vez unos 400 metros: uno pertenece a Prefectura, el otro a Aluar, una empresa monstruo
dedicada a exportar aluminio.
Allí llegan los cruceros provenientes de diversas partes del
mundo con el objetivo, cuál si no, de avistar las miles de ballenas que se
arriman a estas costas a aparearse, en una temporada que va de mayo a diciembre.
Pero para tal fin, no todo se reduce a Puerto Madryn: existen muchas otras
playas como Puerto Pirámides o Playa El Doradillo, desde donde contemplar a
estos gigantes del mar.
Puerto Madryn está construido en un pozo y, si no se inunda,
es porque no llueve. La media en el año ronda los 100 milímetros lo que vuelve
a su paisaje agreste. De hecho, los campos que se observan desde las rutas son
arbolitos secos, todo marrón, gris, negro, opaco. De vez en cuando ovejas, casi
nunca vacas. Zulma nos diría más tarde que las vacas de estos lados son
fibrosas, con mucho nervio, porque deben caminar mucho para alimentarse, a
diferencia con lo que sucede en la pampa húmeda, que son más bien grasientas y
de carne blanda. También nos dirá, porque es ginecóloga en el Hospital público,
que el 25 por ciento de las consultas son realizadas por bolivianos, un dato
que expone la alta migración de personas llegadas del Altiplano en busca de un
trabajo que, en su mayoría, encontraron en el Valle, produciendo huertas de
frutas y verduras, principalmente. Alfredo, su marido, que trabaja en el Poder
Judicial de Trelew, tira otro dato al aire y desmitifica un prejuicio común: no
hay ni un boliviano en la cárcel.
Cambio de rumbo
Por la tarde nos escribe quien sería nuestra anfitriona de
Couchsurfing: “Chicos, estoy con gente hoy,¿ les sirve que los reciba mañana?”.
Estamos en la terminal usando internet, justamente para buscar su teléfono,
cuando llega este mensaje que nos deja en la calle. La Bartola está complicada y
moverse en ella no es seguro porque en cualquier momento se empaca y dice basta.
Zulma y Alfredo |
Entonces salimos caminando hacia la camio para buscar un
lugar antes que oscurezca, cuando un chabón me abre la puerta desde adentro, me
mete una piña en el ojo y sale corriendo. Nos robaron. Vero sale corriendo
buscando al guardia de la estación, yo me agarro la cara, la gente me pregunta
qué pasó. Me meto adentro y veo qué falta: guitarra, ukelele, la valija con las
herramientas de trabajo, la computadora de Vero, una mochila con ropa.
¿Cómo debo reaccionar? Comprendo que si el loco abrió la
camio una vez puede hacerlo dos, que sabe lo que le faltó llevarse, que no
pasamos desapercibidos. Pregunto por estacionamientos pero no hay, así que no
queda otra que la puerta de la comisaría.
Al día siguiente la cosa cambia radicalmente porque La
Bartola va al mecánico y nosotros somos alojados en la casa de Zulma y Alfredo,
parientes lejanos de Vero.
familia Atrapasueños |
Pero decía que la cosa cambió radicalmente porque lo de La
Bartola no fue una cosa menor, sino el alternador, un repuesto costosísimo que
se llevó buena parte de nuestros ahorros, de modo que ahora el robo
pasaba a un
segundo plano y nos debatíamos sobre qué sería lo más conveniente. Entonces miramos
el mapa, contactamos a Mayte, nuestra Couch en Trelew y partimos hacia allí.