viernes, 30 de mayo de 2014

Nadie puede robar mi alegría

El Golfo Nuevo aparece de sopetón ante nuestros ojos, que por un rato descansan de ver el tablero con esa luz roja en la batería que se prendió 50 kilómetros antes de llegar a Puerto Madryn. ¿Llegaremos? La corta experiencia indica que La Bartola se la aguanta hasta llegar a la ciudad que buscamos, pero 50 kilómetros parece ser mucho. Así todo llegamos.
Consultamos al primer electromecánico que encontramos y nos dice que se la llevemos mañana a las 9. Entonces buscamos la costanera, un lugar donde estacionar para almorzar, ya que son casi las dos de la tarde. El mar está quieto, azulado, no hay olas. Al fondo se erige una gran piedra, como si fuera una isla y de hecho probablemente lo sea. Dos muelles se adentran, tal vez unos 400 metros: uno pertenece a Prefectura, el otro a Aluar, una empresa monstruo dedicada a exportar aluminio.
Allí llegan los cruceros provenientes de diversas partes del mundo con el objetivo, cuál si no, de avistar las miles de ballenas que se arriman a estas costas a aparearse, en una temporada que va de mayo a diciembre. Pero para tal fin, no todo se reduce a Puerto Madryn: existen muchas otras playas como Puerto Pirámides o Playa El Doradillo, desde donde contemplar a estos gigantes del mar.



Puerto Madryn está construido en un pozo y, si no se inunda, es porque no llueve. La media en el año ronda los 100 milímetros lo que vuelve a su paisaje agreste. De hecho, los campos que se observan desde las rutas son arbolitos secos, todo marrón, gris, negro, opaco. De vez en cuando ovejas, casi nunca vacas. Zulma nos diría más tarde que las vacas de estos lados son fibrosas, con mucho nervio, porque deben caminar mucho para alimentarse, a diferencia con lo que sucede en la pampa húmeda, que son más bien grasientas y de carne blanda. También nos dirá, porque es ginecóloga en el Hospital público, que el 25 por ciento de las consultas son realizadas por bolivianos, un dato que expone la alta migración de personas llegadas del Altiplano en busca de un trabajo que, en su mayoría, encontraron en el Valle, produciendo huertas de frutas y verduras, principalmente. Alfredo, su marido, que trabaja en el Poder Judicial de Trelew, tira otro dato al aire y desmitifica un prejuicio común: no hay ni un boliviano en la cárcel.

Cambio de rumbo
Por la tarde nos escribe quien sería nuestra anfitriona de Couchsurfing: “Chicos, estoy con gente hoy,¿ les sirve que los reciba mañana?”. Estamos en la terminal usando internet, justamente para buscar su teléfono, cuando llega este mensaje que nos deja en la calle. La Bartola está complicada y moverse en ella no es seguro porque en cualquier momento se empaca y dice basta.
Zulma y Alfredo
Entonces salimos caminando hacia la camio para buscar un lugar antes que oscurezca, cuando un chabón me abre la puerta desde adentro, me mete una piña en el ojo y sale corriendo. Nos robaron. Vero sale corriendo buscando al guardia de la estación, yo me agarro la cara, la gente me pregunta qué pasó. Me meto adentro y veo qué falta: guitarra, ukelele, la valija con las herramientas de trabajo, la computadora de Vero, una mochila con ropa.
¿Cómo debo reaccionar? Comprendo que si el loco abrió la camio una vez puede hacerlo dos, que sabe lo que le faltó llevarse, que no pasamos desapercibidos. Pregunto por estacionamientos pero no hay, así que no queda otra que la puerta de la comisaría.
Al día siguiente la cosa cambia radicalmente porque La Bartola va al mecánico y nosotros somos alojados en la casa de Zulma y Alfredo, parientes lejanos de Vero.
familia Atrapasueños
 Es curioso, pero lo único que quería en ese  momento era una familia y allí estaban ellos con su  afecto paternal, llevándonos a pasear,  cocinándonos, conteniéndonos. Y, como esas cosas  del Universo, a la vuelta de su casa estaba  estacionada la casilla rodante de los Atrapasueños,  una familia de Sunchales que va por pueblos rurales  proyectando películas para niños y que tienen  intención de dar la vuelta al mundo. Allí fuimos a  visitarlos y matear. Parece que la alegría del  encuentro fue mutua porque nos despachamos dos  horas sin parar de hablar, compartiendo consejos y  risas por doquier.

Pero decía que la cosa cambió radicalmente porque lo de La Bartola no fue una cosa menor, sino el alternador, un repuesto costosísimo que se llevó buena parte de nuestros ahorros, de modo que ahora el robo
pasaba a un segundo plano y nos debatíamos sobre qué sería lo más conveniente. Entonces miramos el mapa, contactamos a Mayte, nuestra Couch en Trelew y partimos hacia allí.

lunes, 26 de mayo de 2014

Las tres orillas

-¿Escuchás? –me dice Gaby, en desabillé a pesar del frío, los pelos blancos, su voz sensual –son los loros barranqueros.
Le digo que sí, que adónde vive mi suegra las cotorras coparon la plaza principal, que estoy acostumbrado. No lo digo así, pero lo dejo entender.
Entonces un silencio mutuo con doble significación. Por su parte indica: “no fui clara, estás ante la comunidad más grande de loros del mundo”; por la mía: “ahora escucho mejor, esto es insoportable”.
La playa “El Cóndor” se encuentra a 30 kilómetros de Viedma, capital de Río Negro, donde empieza la Patagonia, donde Alfonsín soñó su gran jugada que no fue; y es un pequeño balneario de calles de tierra y casitas deshabitadas que hace furor en verano.


Allí se encuentra, como mencioné, la comunidad de loros más grandes del mundo que tienen sus cuevas en las barrancas que se levantan al pie de la orilla del mar y que pueden medir hasta 25 metros. Durante el día sobrevuelan por allí, de modo que posarse en los árboles y cableados de “El Cóndor” es algo así como ir de paseo. Vero, en una breve salida de la casa a La Bartola, volvió impresionada por el ruido pesado y continuo que producían tantas cagadas cayendo de lo alto al piso. Ver para creer.
Por su parte, Viedma se engalana como capital de provincia y como primera ciudad de la Patagonia, al menos según lo indicado por los carteles que te dan la bienvenida llegando por ruta 3 desde, digamos, el norte. Tiene una costanera de 5 kilómetros que besa el río Negro, comprendida entre el puente de acceso principal y el puente ferroautomotor. Sus calles son limpias, las veredas amplias, el tránsito ordenado, y tiene un ritmo lento pero fluido. La mayoría de las actividades al aire libre se concentran allí, en esa costanera que serpentea sobre el pasto cortito y que se bifurca y se junta constantemente, desdoblando el andar de los caminantes y deportistas, que son muchos.
Enfrente, como la otra cara de la misma moneda, se encuentra Carmen de Patagones, que luce el mismo contorno que Viedma en cuanto al río, y que disfruta del sol hasta más entrada la tarde, debido su posición geográfica. Todo allí remite a la historia: las casas altas, los adoquines, el fuerte, los cañones. Este fue el último punto que se pretendía (por ese momento, 1880) afianzar la argentinidad o como fuera que se llame al genocidio indígena, explicado por empujar al otro lado del Río Negro a las comunidades nativas. También fue testigo de los avances de la Corona por afianzar su poder en la región: aún hoy se conservan las cuevas levantadas por los maragatos, habitantes españoles que, engañados con la promesa de trabajo y vivienda, no les quedó más remedio que hacerse sus moradas como fuese, con tal de sobrevivir al frío y su hostilidad.
No conozco las razones, más allá de las demográficas, de por qué Alfonsín pensó en Viedma como la posible capital de Argentina, pero no me resulta descabellado que exista implícita cierta política de reparación hacia un lugar antes considerado hostil. Pero este es sólo un pensamiento fugaz, como el que esbocé ante Gaby por las cotorras, de modo que lo que continúa entonces es un silencio clarificador.

El río Negro



sábado, 24 de mayo de 2014

Bahía Blanca entre líneas

Carolina es nuestra anfitriona de Couchsurfing en Bahía Blanca. Vive en una casa alejada del centro junto a su marido y sus dos hijos Anita y Gabi.

-Construimos la casa en el lugar más verde de la ciudad. Para allá está el V Cuerpo del Ejército, para el otro lado el Golf y más acá el Parque –indica con una sonrisa ancha que me recuerda a mi cuñada.

Caro está gustosa de recibirnos en su casa y se ofrece para llevarnos a conocer la ciudad. Durante el día fuimos al Café Histórico, un local de antaño emplazado en una esquina semi céntrica y que conserva mucho de la época. No se trata de un café boutique, de esos que por antiguo ahora son re paquetes. Nada más lejos: a medida que avanza la tarde, los viejos van llegando y ocupando sus mesitas de madera y todo transcurre sin turistas ni precios sobreevaluados, en la cotidianeidad de la tarde lluviosa y fría. Por la noche nos dirigimos a un mirador desde donde puede contemplarse parte de la ciudad y, lo más sorprendente, las columnas de humo que se levantan anchas, gaseosas, contaminantes, provenientes de la zona portuaria.

Es que Bahía Blanca es uno de los puertos más importantes del país, de modo que alberga a cientos de empresas que reciben y envían productos para todas partes del mundo. A priori, uno pensaría que tanta actividad económica repercute en infraestructura, limpieza, orden, pero lo cierto es que Bahía Blanca no es vistosa en absoluto. El tránsito no es fluido, un poco por la exageración de semáforos (casi uno por esquina,) otro por el estacionamiento medido (que es muy abarcador y que resulta imposible encontrar un lugar), las plazas y lugares públicos no están limpios, los accesos a la ciudad se encuentran muy sucios por el barro que van dejando los camiones, que son muchos, y caminar por el Parque, que está cerca de la Universidad del Sur, implica arriesgarse a que un árbol te parta la cabeza, como le sucedió a una joven de 15 años hace unos meses.

Al mediodía buscamos Ingeniero White, que está al lado de Bahía Blanca, con el objetivo de visitar el Museo del Puerto y, lo que encontramos, nos conmovió mucho. Lamentablemente, pero con razón, a veces se asocia a los museos con algo aburrido, distante, fruto de años de concebirlos como un espacio solemne para gente culta y frígida. Pero el Museo del Puerto es comunitario, es decir, que la comunidad es quien se hace cargo de las instalaciones, del guión museográfico, de conseguir las muestras y, el resultado, es un museo del pueblo, hecho por y para los trabajadores, lo que lo vuelve crítico, abierto y cálido. Allí no se trata de que la gente se forme, por ejemplo,  sobre los metros de profundidad del puerto, sino sobre quiénes hicieron posible esos metros.
El trabajador portuario y su familia ocupan un lugar protagónico, aunque la diferencia con otros museos convencionales no termina allí. La curaduría (que vendría a ser la puesta en escena) es dinámica, interpela continuamente al visitante y se encuentra ambientada en cuatro espacios, que representan las cuatro etapas importantes que atravesó el puerto:


-De 1828 a 1885, el Puerto Viejo, del desembarcadero y la Fortaleza Protectora Argentina.
-De 1885 a 1948, el Puerto Inglés, del muelle de hierro y la ciudad moderna.
-De 1948 a 1993, el Puerto Estatal, del muelle nacional y la ciudad industrial.
-De 1993 a la actualidad, el Puerto Multinacional, del muelle multipropósito a la ciudad por hacer.

El resultado es la historia viva de miles de familias que durante tantos años estuvieron y están ligadas a la actividad portuaria, no sólo familias argentinas sino de todas partes del mundo. Y recorrerlo, más allá de producir un deleite estético (por la cantidad de objetos, por los sonidos, por la ambientación rigurosa y amplia) nos traslada a un escenario complejo, ese que implica comprender el desarrollo tecnológico con las fracturas familiares de marineros que van y no vuelven, el progreso económico con la contaminación ambiental, las necesidades de una patria grande y el desprecio continuo a quienes la forjan.


Bahía Blanca resultó, de este modo, un tránsito imbricado entre la superficie y lo que subyace, entre La Nueva Provincia y los grafitis, entre las empresas y sus trabajadores, entre la plata que genera el puerto y su ausencia, entre el silencio absoluto de la casa de Caro rodeada de verde y las trompetas de la marcha militar que nos hacía abrir los ojos a las siete de la mañana.

martes, 20 de mayo de 2014

Sauce

A pocos kilómetros de Monte Hermoso se encuentra Sauce Grande, un balneario de calles de arena que serpentean entre árboles altos y tupidos y que en verano es elegido por miles de turistas que encuentran allí lo que otras ciudades costeras les niegan: paz, mar tibio y bosque. Pero ahora es invierno, hace frío, el silencio es absoluto y caminamos con Vero abrazados, un poco por amor, otro por necesidad. Hace un rato River salió campeón, pero acá no hay caravana, tampoco autos, ni bocinas, ni gritos de goles. El cielo está violeta, salpicado por millares de estrellas que titilan, y el mar, que está ahí nomás, casi no se escucha, porque a diferencia de otros mares, las olas son pequeñas y suaves: uno puede adentrarse muchos metros caminando sin inconvenientes.

Fiore y Guille son nuestros anfitriones, que conocimos por medio de Betu, nuestra amiga en común. Viven
allí hace dos años, son los panaderos del pueblo y tienen un exquisito gusto estético: su casa es una fiesta de colores y diseños. La panadería tiene el mismo estilo, de modo que quien ande por estos lados no puede dejar de visitarla, además de aprovechar llevarse un pancito bajo el brazo.


Pasamos una noche en ese paraíso, antes de continuar nuestra ruta, ahora camino a Bahía Blanca.

viernes, 16 de mayo de 2014

Dar es dar

Son las diez de la mañana y el teléfono de la casa suena.
-¿Hola Verónica? –Vero en pantuflas, el mate en la mano, los ojos grandes, asiente-¿Me conocés la voz, sabés quién habla?
-Si, Santiago…
-¿Estás escuchando el programa?
-No, ¿querés que sintonice la radio?
-Estás al aire, quería que nos cuentes sobre tu viaje.
Vero corre la cara del teléfono y me indica que prenda la radio, que está al aire en el programa del pueblo; así que voy, apretó FM y empiezo a pasar el dial hasta que encuentro su voz. La charla transcurre en cinco minutos y eso resulta suficiente, no lo sabíamos entonces, nos dimos cuenta después, para que el pueblo conozca nuestro proyecto.
A los pocos días, media tarde, timbre: Jesús, el plazero, que nos había escuchado, que estaba muy emocionado porque Vero había contado que del viaje anterior Cuba fue uno de los lugares más atractivos y que él era socialista, guevarista y entonces quería conocernos, compartir unas palabras. Y a la noche, otra vez teléfono: una señora que también nos había escuchado, que quería comprarnos lo que estuviésemos vendiendo porque quería colaborar, cualquier cosa, lo que tengamos.

No puedo disimular mi asombro. ¿Pero de qué me asombro? ¿Acaso no soy yo el que siempre se llena la boca con eso de que los viajeros son mimados acá y allá? Pero la sorpresa persiste, pienso que tal vez debe ser así. Entonces comienzo a atar cabos, a poner en fila todos los acontecimientos y ahí veo todo clarito: el trabajo en el mueble de la cocina que hizo José y no me cobró, el laburo del carpintero que tampoco aceptó mi plata, las atenciones de Gerardo, regalándonos miel, pagando la soga para poner la cortina, que a su vez nos regaló mi suegra, junto a un montón de hilos para tejer; la caja llena de tapitas de alfajores y el dulce de leche y el coco que nos regalaron Dubi y Pichín, el tiempo del Tavi que tampoco quiso ver un peso, los regalos múltiples de mis viejos en su visita dominical, las pulseritas que nos tejió Romi. Veo todos los mimos y ensayo un por qué, aunque no hay un por qué. Por estas pampas todo es más sencillo, las cosas fluyen a un ritmo propio, basta ver las bicis apoyadas en las paredes sin candado, los autos con las llave puesta y los vidrios bajos. Me pierdo en estas cuestiones cuando el sueño me tumba en la almohada.


martes, 13 de mayo de 2014

Lo bueno de cuidar a mis sobrinas

Lo bueno de cuidar a mis sobrinas es que cuando canto y toco la guitarra tengo público y qué público, les encantan todas mis canciones, piden otras, les armamos bailes. Lo malo es que eso termina cuando hay que cenar.
Nala y Uma
Lo bueno de cuidar a mis sobrinas es que no cocinamos, tenemos un restaurant donde cada uno elige qué comer, y cada cuál su rol, según cocinero, ayudante de cocina (incluye hacer las compras, por eso Uma queda eximida) mozo, lavaplatos. Lo malo es que ese juego no se pueda expandir también a otras tareas, como bañarse.
Lo bueno de cuidar a mis sobrinas es que como cada una va a horarios distintos al cole, podemos compartir por separado, fortaleciendo el vínculo por la exclusividad. Lo malo es que la banda de rock ensaya por separado.
Lo bueno de cuidar a mis sobrinas es que siempre leemos cuentos en la cama antes de dormir. Lo malo es que les gustan tanto que siempre piden uno más y el sueño nunca llega. Lo bueno de cuidar a mis sobrinas fue que más allá de las circunstancias de nuestra visita, todos dimos lo mejor para que esta convivencia sea un éxito. Lo malo es que pronto termina.

miércoles, 7 de mayo de 2014

La llanura

La llanura debe ser el paisaje natural más ninguneado por los gerentes de turismo y por quiénes nos dicen, en las revistas, en la tele, qué lugares son atractivos y cuáles no. Se hace turismo sobre la montaña, el mar, la selva, las sierras, incluso el desierto. ¿Pero la llanura? Es cierto, cada vez se expande más el turismo rural; pero no quiero hablar sobre turismo, sino sobre la llanura: su magia, sus secretos, su belleza. Es curioso, porque nací y me crié en la llanura. ¿Nací y me crié en la llanura? A decir verdad, lo que curtí de pequeño fue la playa. El campo era eso que empezaba cuando se terminaba la ciudad y lo que recorríamos, durante horas y cada algunos meses, hasta llegar a la casa de tíos, primos y abuelos. Estar en el llano, claramente, no guarda relación directa con vivir la llanura. De hecho, cuando me enamoré de Vero y comencé mi periplo por pueblos bonaerenses, creí haber llegado a la llanura, al campo. Pero también estaba confundido: los pueblos en medio del campo no son el campo, son el pueblo.
Creo que la primera vez que pensé en la llanura fue al escuchar algún comentario de viajero extranjero perdido por estas pampas, asombrado por ver tan lejos. Cuando hace mucho tiempo hice un viaje cortito por Chile con mi primo, comprendí que no todas las rutas eran como yo las conocía (Necochea – Buenos Aires; Necochea – Rosario; Necochea – La Plata), interminables caminos que se abrían paso por la pampa ancha, extensa, inabarcable. Que existían otros paisajes, digamos. Porque uno lo sabe, no es idiota; pero una cosa es saberlo, porque vimos fotos, porque lo leímos, y otra cosa es vivirlo, estar ahí mismo.
Años más tarde, y luego de algunos viajes, me reencontré con la llanura. Ya no arriba de un auto yendo pa´l norte en familia, sino caminándola, tocando la viola, de la mano con Vero. Fue un reencuentro: volver a ver mi paisaje desde otra perspectiva, bajo un prisma nuevo.
Ese hecho sucedió, precisamente, en la primera noche que dormíamos en La Bartola, ya iniciado el viaje, y luego de pasar algunos días en la casa de mi suegra en De La Garma. El Faka (amigazo viajero y mucho más) nos había avisado que estaría en lo de su hermana y su cuñado, caseros en un campo cercano al pueblo, que vayamos a cenar. Las coordenadas fueron bien precisas: “después de la segunda curva, campo La Luisa, frente a la casa del peluquero del pueblo. Traigan pan y vino pa´l guiso”.
Después de las habladurías iniciales, esas propias de los reencuentros (hacía unos meses que no nos veíamos), salimos afuera del rancho, creo que a fumar, cuando de pronto, atrás de la cortina de árboles, apareció la luna redonda, amarilla, gigante, saliente y me sentí parte del cosmos. Nos quedamos en silencio, quietos, bajo ese cielo violeta, azul, negro, lleno de estrellas, que ocupaba toda mi visión.

Después de un largo rato volvimos al caserío y Juan, con su mirada tibia y su voz afable me dijo: “la llanura”. Y me sentí bienvenido, pipón, bautizado por el universo. Nuestro viaje había comenzado.
atardeceres mágicos

viernes, 2 de mayo de 2014

El hombre que se hizo cargo de su sueño

Esta es la historia de Pichín, el tipo que vivió para su sueño. Y que su sueño se multiplicó en infinitos fenómenos, creando hoteles de nutrias, tres puertos, mirador, represa y el sitio más elegido del lugar para descansar.

-¿Tienen tiempo? – pregunta, los pelos blancos prolijamente para atrás, metro ochenta y largos, erguido-. Caminemos un poco que les cuento sobre el Parque, que fue basural, que era un basurero, incluso donde yo venía a jugar y desde donde me hice mis primeros pesos cuando niño. Yo juntaba el vidrio y el hierro y me hacía unas monedas para las galletitas, que ahora parece una pavada pero en ese momento, si bien no faltaba nada, unas galletitas era algo que cualquier pibe valoraba. Esto era todo basura –y extiende el brazo, un brazo largo y ancho que alcanza para comprender perfectamente cuando dice “todo basura”-.  Yo mandé una solicitud al Municipio de Gonzáles Chávez para que me permitan hacer un Parque, ad honorem. Yo no quería un mango, no me podían decir que no. Así que un día veníamos con el Delegado en auto, mirando terrenos y me jodía, te podría dar el basurero. Y dámelo, qué problema hay. El tipo me miró como pensando “este tipo está loco”. Dámelo. ¿En serio? Sí. Bueno, te lo doy. Así que empecé a limpiar, despacito, alternando con mi trabajo en el Vivero [i], primero planté árboles todo alrededor, y ahí también vinieron los primeros inconvenientes, porque venían los animales y rompían todo, no había alambrado. Pasamos muchas etapas difíciles. El río medía algo más de un metro y lo ensanché, vinieron con topadoras y lo abrimos de allá hasta acá.


El Parque tiene casi tres hectáreas y se encuentra a mil metros del pueblo, camino al cementerio, sobre la ruta que conduce a Barra y Laprida. Pero no sólo se trata de verde, porque Pichín se ocupó de brindarle comodidades edilicias con el objeto de que toda la comunidad pueda disfrutarlo, para cumpleaños, asados, casamientos. De este modo construyó un quincho, con baño, duchas, mesas y bancos, cocina, lavatorios, todo en un ambiente donde los grandes ventanales permiten vivir el lugar a pleno.

Estas maderas que están en las ventanas me las regaló un amigo. Acá todo lo hago de mi bolsillo y después la comunidad, cuando puede, colabora. Si tengo que ir a soldar algo, a veces me preguntan “¿para el parque?”, no, déjelo y así. Vení, vamos para allá. Acá esta represa la hicimos hace poco más de un año. Fue muy importante, es muy importante acumular agua, porque el agua es vida. Entonces aparecen las plantas, acá hay plateaditas, nutrias, renacuajos. Acá te parás y escuchás un concierto de pechitos amarillos fenomenal. Esta es la llanura. Te abre los ojos, acá se puede pensar sin que nadie moleste –la mirada grande, los ojos de muchos colores, su paso firme.

Continuamos por el camino demarcado hacia un mirador, la parte más alta del terreno, de un terreno que está por debajo de la línea de la ruta, ya que hubo que irse para abajo para buscar tierra buena, y que cuando llueve mucho se inunda, pero no importa, dice Pichín, “porque después queda mucha humedad y eso es bueno”. Desde allí contemplamos todo lo que hay para contemplar. Los montes que están ¿a cuánto? ¿Seis kilómetros? ¿Diez?, el río, que se llama Seco pero que tiene buena cantidad de agua, algunas personas sentadas, otros niños jugando en las hamacas. El sol en el fondo, entre las nubes, regala algunos rayos de vez en cuando. Salimos hacia la ruta y caminamos hacia la entrada principal.

Yo siempre creí que en este Parque habitan duendes. Viajando por el sur vi algunos duendes, pero todos feos. Y los duendes que yo veía no eran feos y quería representarlos. Entonces un día caminando por San Martín de los Andes, un señor sentado dibujando muy lindo, prolijo, porque viste que lo primero que impresiona es la presencia, que no tiene nada que ver con tener o no tener guita, sino de ser limpio y decente, perdón me fui; entonces, decía, caminando y viendo los trabajos que este hombre hacía me acerqué y le relaté cómo me imaginaba yo mis duendes. Y mientras le relataba el tipo iba dibujando y me los hizo tal cual yo los pensaba. Y bueno, son esos duendes de ahí –señala un letrero tallado en madera, dibujado con duendes, cartel que da la bienvenida al Parque.

Los duendes del Parque son, también, un grupo en Facebook que colabora o difunde este sueño, lo que implica, entonces, que los duendes existen.

Porque acá hay vida. Acá vienen los amantes a besarse, los niños a jugar, las familias comen torta, hoy vinieron unos chicos muy buenos a comer un asado. Acá viene la gente a leer, a andar en bici, los grupos de chicos, acá hay vida. Antes había muerte. Un basurero es muerte. Había residuos, venenos, mirá ahora, ahí ese cantero lo hicimos hace poco, la glorieta con parras y jazmines. Tenemos muchos proyectos que vamos ejecutando, a medida que podemos. ¡Y van surgiendo nuevos! –se ríe y es un niño, un niño con 74 años que disfruta de meterse con sus cosas, en sus andanzas. Porque escuchame, la diversión no puede ser exclusividad de los ricos, qué, si no tenés plata no te vas a divertir. Acá hacemos campeonatos de vóley, remamos con kayaks, hicimos un encuentro con cuarenta aviones, una locura.

La tarde transcurre y Pichín nos invita a matear junto a otro cómplice, también responsable de transformar la muerte en vida. Entre ambos rememoran anécdotas del pasado, se ilusionan con futuros proyectos. Afuera el césped inmenso nos rodea, el cielo se nos cae con aplomo, la llanura se dibuja como paisaje perfecto.


[i] María y José, ese es el nombre del vivero, uno de los más grandes y bellos de la región.