miércoles, 27 de agosto de 2014

San Martín de los Andes

La ruta 40 no se cansa de sus curvas y contracurvas, de sus movimientos ascendentes y descendentes, de sus presentaciones de color, de sus tamaños imposibles. Llegando a San Martín de los Andes orillea el Lago Lacar, el primero de los siete si se piensan de norte a sur. La postal es rotunda: al fondo la bahía de arena y más acá los yates relucientes en el lago espejado; hacia los lados el verde de los pinos; y arriba, el cielo celeste puro.
Es domingo al mediodía y el sol estalla los ojos de los sorprendidos, que son todos: 18 grados centígrados un 20 de agosto es inusual y la preocupación es tanta que hasta piensan cerrar el centro de esquí Chapelco, que apenas puede tener un poco de nieve gracias a las máquinas que la fabrican durante la noche. Casi nada se escucha del calentamiento global, al fin y al cabo, único responsable del fenómeno.
Una piba del PTS me entrega un volante invitándome a una proyección de un documental sobre el genocidio del pueblo palestino perpetrado por el Estado de Israel. Así me lo explica, pero su prédica parece sorda ante los oídos de los transeúntes que se agolpan en las chocolaterías, los comercios infinitos de la avenida San Martín y las prolijas veredas con cerezos de jardín florecidos.


El tránsito parece funcionar perfecto y armoniosamente: los autos frenan ante cada peatón, puede estacionarse libre y gratuitamente en cualquier sitio, el sentido de las calles se ajusta sutilmente a las necesidades que puedan surgirle a quienes se mueven en el espacio céntrico. Más allá de eso hay barrios de toda clase, desde las casitas construidas irregularmente en la montaña hasta los clubes de campo.
Los restaurantes, que son muchos, ofrecen trucha, jabalí, ciervo, picadas regionales a un precio por persona que oscila entre los 120 y los 250 pesos y casi todos están llenos, sobre todo a la noche, que es cuando los turistas descienden del cerro luego de una jornada de esquí.
Los de a pie son oriundos de diversos lugares, sobre todo chilenos y brasileros, en menor medida uruguayos, muchos argentinos. El fluir de la gente es constante, pero no caótico, y la avenida principal es el paseo obligado para quienes buscan comprar cualquier cosa. Y al turista le gusta comprar cualquier cosa, porque para eso vinieron de vacaciones, para gastarla (algunos incluso se justifican so pretexto de que para cuidar el mango están los 350 días restantes, aunque quienes visitan estos lares no son precisamente los trabajadores asalariados que gozan de una quincena al año sino sus patrones, los que pueden hacerlo cuando quieren) y no medirse en gastos.
Como un grito en el desierto, como un faro desesperado queriendo decir algo (igual que los militantes del PTS que al menos logran hinchar las bolas de las miradas rubias) está el Museo del Che, un sitio histórico porque allí hizo noche Ernesto Guevara junto a su compañero Alberto Granado en su primer  viaje por tierras lejanas. Es un Museo que sostiene ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) y que cuenta con videos, libros, multimedia y fotografías con leyendas. No tiene ningún objeto personal del Che: sólo montan el pequeño espacio en el piso superior donde pasó la noche junto a unos fardos. El sitio se llama La Pastera y, en los tiempos donde el Che estuvo, era administrado por Guardaparques. Sin ningún objeto que enseñar, su pensamiento resuena por todas las paredes, en decenas de formatos, con la intención de dar testimonio y mantener vivo su (a veces incomprendido) auténtico pensamiento político y económico.

San Martín de los Andes es una de esas ciudades que uno podría catalogar de hermosas. Y ya no me refiero a la ciudad en sí misma sino a todas las bellezas naturales que la rodean que son infinitas. De allí parten cientos de caminos con destino a lugares tan inhóspitos como mágicos. A tan sólo un kilómetro la playa Catitre es la preferida por su cercanía al centro, pero más allá existen sitios como el Lago Meliquina, el Quila Quina y sus cascadas (administrado por mapuches), los miradores como el Arrayán. La inmensidad de los lagos se brindan democráticamente a todos los que quieran disfrutarlo, a diferencia del Cerro Chapelco, exclusivo para quienes se ponen con la suma de muchos billetes de 100 que permiten ascenderlo en telecabina, aerosilla o teleférico. 

lunes, 18 de agosto de 2014

Rodeando el Nahuel Huapi

Llegando desde El Bolsón, Bariloche te recibe con una imagen tan real como inesperada: los barrios de los altos, donde habitan miles de familias en condiciones arquitectónicas asombrosas (casi todas casillas de chapas, algunas con ventanas de nylon) si se consideran las heladas y la temperatura que, durante meses, no supera los diez grados. La ruta 40 abandona sus paisajes psicodélicos de montañas verdes inmensas, lagos de colores y picos nevados para dejarle lugar a la ciudad que irrumpe con sus suburbios abandonados (calles rotas, basureros al aire libre), notorio contraste con las suizas calles del centro, abarrotada de chocolaterías, cervecerías artesanales y hoteles.



El Centro Cívico, construido en piedra y madera, es la postal elegida para las fotos, con los perros San Bernardo explotados impunemente para que una viva se haga unos pesos. Me acerco a tocarlos y la vista de la rubia carpetita en mano me fulmina. Es la Fiesta Nacional de la Nieve. Un gran escenario espera por Las Pelotas, Soledad y otras bandas locales invitadas, entre las que se encuentra Akaya, ensamble de percusión de unos amigos. Hace mucho frío, tal vez grados bajo cero, pero la gente acompaña el evento como puede, manos en los bolsillos y combatiendo la temperatura a puro movimiento corpóreo.
Las veredas se atestan de gente de todos lados que viene y que va. Muchos brasileros, algunos europeos, argentinos provenientes de infinitos lugares, egresados caras largas que caminan como zombis. Bariloche continúa siendo la referencia de la Patagonia, la metrópoli que concentra a quienes buscan diversión, restaurantes, bares y al mismo tiempo con la posibilidad de practicar deportes extremos aprovechando el mayor centro de esquí de Latinoamérica.
A diferencia de El Bolsón, donde cualquiera se vuelca a la Feria para hacerse de unos mangos, acá los locales buscan hacerse lugar en los trabajos de temporada, que son bien pagos y se extienden por sólo dos o tres meses y que se circunscriben, en su mayoría, a trabajos gastronómicos en los cerros.
El jardín de la Patagonia
Rodeando el Lago Nahuel Huapi por Bustillo, en dirección contraria a los kilómetros, se sale a la ruta 40 (ex ruta 231) que conduce a Villa la Angostura, un pequeño pueblo de montaña característico, entre otras cosas, por el alto poder adquisitivo de sus habitantes, fácilmente visible en los autos últimos modelos y los comercios del centro que conforman un paseo típico de quienes visitan lo que un cartel en la ruta presenta como El jardín de la Patagonia. A juzgar por sus espacios naturales habría que darle la razón: en la zona del puerto, a tres kilómetros del pueblo, boca de entrada al Bosque de Arrayanes (único en el mundo), el lago Nahuel Huapi se presenta verdoso y ancho. Las montañas lo contienen pero maginifican la visión. Un muelle de tablones de madera se adentra unos veinte metros y allí anclan las embarcaciones que llevan a los turistas a diferentes atractivos.

Del otro lado de la pequeña península se conforma una playa ideal para descansar, leer, matear, dormir. Y a menos de mil metros, Laguna Verde, también un sitio imperdible para pasar la tarde. Una caminata a su alrededor lleva 45 minutos por senderos que se hacen lugar entre los árboles altísimos y flores silvestres.
Nombrar todo lo que hay para ver en Villa la Angostura sería tedioso porque es bella desde donde se la mire, aunque su avenida principal, de boulevard y macetas con plantas, es contaminada asiduamente por cientos de camiones que se dirigen a Chile y no tienen camino alternativo. Algunos carteles en los comercios dan cuenta de esta problemática, en una sociedad que lucha por conservar un pueblo silencioso.

Ante la inexistencia de una Feria de Artesanos armamos la mesita en el centro con la camioneta detrás pero no vendimos nada. Raro, porque había mucha gente paseando y gastando. Algo significará, entiendo, que después elijan comprarlo más caro en la casa de diseño donde finalmente vendimos algunos. 

lunes, 11 de agosto de 2014

El Bolsón: últimas consideraciones

Afuera llueve como si fuera la última vez. Cortinas de agua caen pesadas sobre la tierra, sobre los techos, sobre los perros que parecen acostumbrados a todo. Salgo, de todos modos, a caminar en un ratito donde para; lo hago dirección a la biblioteca municipal Facundo Sarmiento que se encuentra frente a la plaza principal. Adentro hay unos pibes que susurran, pero no alcanzo a escuchar. Me acomodo frente a la ventana con un libro que tomo de las estanterías y El Bolsón se me abre como una flor de loto. Una vez más me encuentro sentado, mirando por la ventana al pueblo, estudiándolo, como lo hacía días atrás desde la estación de servicio donde daban los partidos del mundial y contemplaba la gente pasar, cada cual en su instancia, en su momento, con su rollo, con sus vidas.

A lo lejos unos artesanos combaten el clima a petaca y porro, bajo unos árboles. El Piltri apenas se deja ver entre las nubes plomizas y bajas. Los bondis pasan lanchando en dirección a Golondrinas (la zona de chacras), Lago Puelo o Mallín Ahogado. ¿Qué más debo contar de este pueblo? Ya hablé de su bohemia, de sus almacenes naturales, sus espacios holísticos. No quiero olvidarme de las bandurrias, un pajarraco más grande que el tero, de pico largo y fino que, generalmente, aparece con el solcito; tampoco de las nueces, ni de la miel, que su sabor es radicalmente distinto a la de la pampa, digamos menos dulce.
Esta parte de la Patagonia es productora de cerveza artesanal, ya que el cultivo de lúpulo se encuentra favorecido por el clima. Es normal hacer cerveza casera, que difiere de la artesanal en que es producida por única vez. De hecho, algunos bares o centros culturales la fabrican para alguna ocasión en particular. También se consigue de diversos sabores, como sea de frambuesa o de alguna otra fruta fina como la grosella o el arándano o rosa mosqueta, que crecen silvestres, a la vera de cualquier camino.

Por último pensaba que lo interesante de este pueblo es la confluencia de infinitos actores que hacen de El Bolsón un sitio único e incomparable: familias porteñas hinchadas las pelotas de la Capital, jóvenes ansiosos por encontrar su lugar en el mundo, hippies cincuentones, más familias alojadas en Bariloche que hacen un día de feria y regresan, empleados petroleros de Comodoro Rivadavia, alemanes y franceses fascinados con la vida sencilla de pueblo, montañistas, artesanos de cualquier parte, militantes, mapuches. En muchos lugares se encuentran estos personajes, en pocos confluyen con tanta notoriedad.  

Una confirmación de que las prácticas sociales se ponen en crisis para poder mejorarlas podría ser la cartelera del Centro Cultural de Epuyén, donde la gente escribe en un pequeño cartel lo que da y lo que recibe. ¡Y pensar que algunos creían que el trueque había muerto hace más de diez años! Carolina pone que da clases de guitarra, trabajos en el jardín y recibe verduras y pintura para darle color a su casa. Cada uno se acomoda en función de lo que puede dar y lo que necesita bajo la premisa de que debe imperar la capacidad de dar. Más aún, bajo la premisa de lo que se recibe siempre es más de lo que se da.
En la era del capital financiero trasnacionalizado, estos cartelitos no son ingenuos; más bien hablan de una revolución silenciosa, una grieta que resquebrajó la indiscutible monotonía de relacionarnos por medio del dinero. El tiempo dirá si estas prácticas (anticapitalistas) quedan relegadas a un grupito de personas en un lugar determinado o si se expanden más allá.