La ruta 40 no se cansa de sus curvas y contracurvas, de sus
movimientos ascendentes y descendentes, de sus presentaciones de color, de sus
tamaños imposibles. Llegando a San Martín de los Andes orillea el Lago Lacar,
el primero de los siete si se piensan de norte a sur. La postal es rotunda: al
fondo la bahía de arena y más acá los yates relucientes en el lago espejado;
hacia los lados el verde de los pinos; y arriba, el cielo celeste puro.
Es domingo al mediodía y el sol estalla los ojos de los
sorprendidos, que son todos: 18 grados centígrados un 20 de agosto es inusual y
la preocupación es tanta que hasta piensan cerrar el centro de esquí Chapelco,
que apenas puede tener un poco de nieve gracias a las máquinas que la fabrican
durante la noche. Casi nada se escucha del calentamiento global, al fin y al
cabo, único responsable del fenómeno.
Una piba del PTS me entrega un volante invitándome a una
proyección de un documental sobre el genocidio del pueblo palestino perpetrado
por el Estado de Israel. Así me lo explica, pero su prédica parece sorda ante
los oídos de los transeúntes que se agolpan en las chocolaterías, los comercios
infinitos de la avenida San Martín y las prolijas veredas con cerezos de jardín
florecidos.
El tránsito parece funcionar perfecto y armoniosamente: los
autos frenan ante cada peatón, puede estacionarse libre y gratuitamente en
cualquier sitio, el sentido de las calles se ajusta sutilmente a las
necesidades que puedan surgirle a quienes se mueven en el espacio céntrico. Más
allá de eso hay barrios de toda clase, desde las casitas construidas
irregularmente en la montaña hasta los clubes de campo.
Los restaurantes, que son muchos, ofrecen trucha, jabalí,
ciervo, picadas regionales a un precio por persona que oscila entre los 120 y
los 250 pesos y casi todos están llenos, sobre todo a la noche, que es cuando
los turistas descienden del cerro luego de una jornada de esquí.
Los de a pie son oriundos de diversos lugares, sobre todo
chilenos y brasileros, en menor medida uruguayos, muchos argentinos. El fluir
de la gente es constante, pero no caótico, y la avenida principal es el paseo
obligado para quienes buscan comprar cualquier cosa. Y al turista le gusta
comprar cualquier cosa, porque para eso vinieron de vacaciones, para gastarla
(algunos incluso se justifican so pretexto de que para cuidar el mango están
los 350 días restantes, aunque quienes visitan estos lares no son precisamente los trabajadores asalariados que
gozan de una quincena al año sino sus patrones, los que pueden hacerlo cuando
quieren) y no medirse en gastos.
Como un grito en el desierto, como un faro desesperado
queriendo decir algo (igual que los militantes del PTS que al menos logran
hinchar las bolas de las miradas rubias) está el Museo del Che, un sitio
histórico porque allí hizo noche Ernesto Guevara junto a su compañero Alberto
Granado en su primer viaje por tierras lejanas.
Es un Museo que sostiene ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) y que
cuenta con videos, libros, multimedia y fotografías con leyendas. No tiene
ningún objeto personal del Che: sólo montan el pequeño espacio en el piso
superior donde pasó la noche junto a unos fardos. El sitio se llama La Pastera
y, en los tiempos donde el Che estuvo, era administrado por Guardaparques. Sin
ningún objeto que enseñar, su pensamiento resuena por todas las paredes, en
decenas de formatos, con la intención de dar testimonio y mantener vivo su (a
veces incomprendido) auténtico pensamiento político y económico.
San Martín de los Andes es una de esas ciudades que uno
podría catalogar de hermosas. Y ya no me refiero a la ciudad en sí misma sino a
todas las bellezas naturales que la rodean que son infinitas. De allí parten
cientos de caminos con destino a lugares tan inhóspitos como mágicos. A tan
sólo un kilómetro la playa Catitre es la preferida por su cercanía al centro,
pero más allá existen sitios como el Lago Meliquina, el Quila Quina y sus
cascadas (administrado por mapuches), los miradores como el Arrayán. La inmensidad
de los lagos se brindan democráticamente a todos los que quieran disfrutarlo, a
diferencia del Cerro Chapelco, exclusivo para quienes se ponen con la suma de
muchos billetes de 100 que permiten ascenderlo en telecabina, aerosilla o
teleférico.