viernes, 27 de junio de 2014

Eterna Bariloche

Llegar a Bariloche desde El Bolsón es, además de una aventura rutera, un deleite para la vista que no le alcanza ni el tiempo ni su poder para contemplar tanta perfección natural. La ruta 40 perfora las montañas, las surca, las dibuja, se convierte en serpiente. Los lagos son grandes espejos que aparecen y desaparecen, cambian del azul al verde, se aquietan o se olean. El miedo del precipicio o las heladas que aún persisten son la condición, el precio que hay que pagar, en una ruta difícil, de curvas y contra curvas, de pendientes que desafían a cualquiera, no sólo a La Bartola que saca fuerzas desde donde no tiene para no quedar mal, supongo que ante Dani, nuestro anfitrión de Couch que también viajaba para allí y que la elogió durante todo el camino.
La ciudad de los egresados nos recibió vestida de blanco, en un día gris, de esos que nadie sabe adónde está el sol. Las nubes eran gruesas, pero arriba, en las grietas que permitían ver más allá, no había celeste sino más blanco.
Ubicarse en Bariloche no es sencillo porque su arquitectura urbanística se acopla a la naturaleza, no la fuerza ni la violenta. Las calles suben y bajan, irregulares, multiformes, multipozos. No se puede hablar de cuadras o si, pero no en el sentido de quienes vivimos, por ejemplo, en Necochea. El lago es la referencia principal: la avenida Bustillos copia su contorno y en paralelo, pero como unos quinientos metros más arriba (para el lado de la montaña) está Pioneros. En ellas aparecen los kilómetros, que es la unidad de medida para saber adónde estás. Precisamente, en el kilómetro 4, nos esperaba mi amiga Débora, una ex compañera de Migraciones que, con ansias de salir de la Capital, consiguió el pase en el trabajo y se vino a vivir a Bariloche.

Visitar a ella y a otros amigos fue el motivo principal por el cual iniciamos nuestro periplo hacia el sur, y la idea no pudo haber sido mejor. ¿Acaso hay algo más hermoso y cálido que el reencuentro entre amigos? Debo se ocupó de que no nos quede ninguna chocolatería por visitar ni copa por llenar. Regalera como es, nos esperó con muchos obsequios, incluida una bolsa bastante grande que había heredado de un amigo gay con muchas remeras. Haciendo malabarismo entre los colores y el talle, me agarré tres.
Maurito y Lila, amigos del viaje anterior, nos enseñaron macramé y nos alimentaron con ricas comidas (¡ambos son cocineros!). Encontrarnos con ellos fue sumar otro casillero, en un camino que no es sencillo, me refiero a esto de encontrarse en otro lugar, en otro tiempo, con gente que conocés viajando.
Como dice Debo, es un Hasta luego, y en este caso es literal, porque nos reencontraremos con ellos y otros amigos que hicimos por ahí, cuando finalice nuestro mes en El Bolsón.
Escribir sobre los sitios turísticos de la ciudad resultaría cargoso, pero no está de más señalar que Bariloche es uno de los lugares más fantásticos de nuestro país, y por qué no del mundo. Su maravilla está a cada segundo, en cada paso, en cada mirada inoportuna que te hace descubrir el lago, en cada sendero que te sorprende. Y eso sucede en Colonia Suiza o yendo al súper, en el Llao Llao o en el patio de tu casa.



lunes, 23 de junio de 2014

Bolson: tierra hippie

Daniel nos hace seña desde la puerta, que pasemos, y nos recibe con matecito caliente en una tarde lluviosa y cerrada, de muchas nubes, de muchos grises. Pero en la casa, esa que construyó hace como treinta años con sus manos y un par de consejos amigos, se está bien. El calefactor, en un rincón de la cocina, combate al frío que se cuela por las ventanas amplias que dan al pequeño patio y Charly, el gato, deambula alegre de acá para allá.
-Yo vine a El Bolsón hace mucho ya, de Buenos Aires –nos cuenta, la sonrisa ancha, el pulóver que lo envuelve-. Vine como tantos otros, cuando esto era apenas un pueblo de montaña, en una oleada muy grande de hippies que encontraron aquí un lugar en el mundo, alejados del trajín de la gran ciudad que ya por ese entonces no sólo era caótica sino que también amenazaba la seguridad de quien desease discutirla.

Dani, en La Bartola
Daniel tiene 58 años. Ese dato es suficiente para comprender que, de algún modo, es uno de los tantos sobrevivientes de esa experiencia que a menudo se presenta como de conclusión incierta, pero que en este pueblo de la Patagonia se vuelve visible. Es cierto que la cultura hippie no ha podido, no ha sabido o no ha querido alterar o influir en la visión del mundo del común de los mortales, pero ojo, tampoco entiendo que haya naufragado en el tumultuoso mar de la moda, que todo se lo devora, que todo lo tritura.
Si de describir un pueblo se trata, entonces tengo que decir que en El Bolsón hay muchos centros de venta de verduras y frutas orgánicas, que no sólo se limitan a comerciar un producto saludable sino que además discute cómo son producidos los alimentos que consumimos, combatiendo la excesiva fumigación, los transgénicos, el uso de los suelos. Además, estos espacios, que tienen vida propia en la red, se proponen reducir la cantidad de intermediarios que existen entre el productor y el consumidor, obteniendo mejores precios para ambos.
Otro de los fenómenos de El Bolsón es su feria de artesanos que se da cita en la plaza principal los días martes, jueves y sábados. Allí se consigue de todo: miel artesanal, gotitas homeopáticas, mates grabados, tejidos autóctonos. Nosotros participamos vendiendo nuestros cuadernos artesanales, postales y algunas cositas en macramé y, modestia aparte, nos fue muy bien.
La calle, quién si no, es testigo de los centros culturales que se esconden en los barrios y de los infinitos espacios de meditación, yoga, terapias alternativas que se encuentran a cada paso. En el medio de todo esto, los viajeros, mochileros o no, que andan de un lado a otro, con sus acentos, su ropa, sus peinados. Y los hay de cualquier parte del mundo, lo que convierte a El Bolsón en una ciudad cosmopolita y tolerante.

El universo te asiste
Habíamos estado hablando con Vero la posibilidad de quedarnos unos días más pero el hecho de no tener lugar (Daniel era nuestro anfitrión de Couchsurfing) nos obligaba a seguir camino, ya que las bajísimas temperaturas volvían imposible dormir en La Bartola. Había sacado algunas cuentas en la cabeza, expresiones de deseos que se construían pero morían antes de salir de mi boca cuando Daniel me sorprendió.
Yo de espaldas lavando los platos, Vero seguramente metiéndole al papel, Dani sentado en una reposera cebando mate:
-Y quedensé –suelta, como quien dice algo al aire y ese algo queda flotando, en un aire suave y apacible-. Yo tengo que viajar en uno días a Capital para ver a mi mamá que está muy grande y si quieren pueden quedarse, de hecho a mí me vendría bárbaro para que cuiden la casa.
Sin dejar de lavar le pregunto de que cuánto tiempo estamos hablando.
-Sería un mes más o menos.
La miro a Vero y en su mirada descubro la misma sorpresa que siento. Habíamos estado pensando en esa posibilidad y ahora se nos daba ahí mismo. Daniel era la llave que nos permitiría vivir, al menos por un pequeño tiempo, un una ciudad que, muchos años atrás, jóvenes igual que nosotros eligieron como refugio para hacerse a un costado de la ciudad que presionaba y asfixiaba. Lo que se logró, con sus avances y retrocesos, está aquí para ser vivido. Y nosotros haremos nuestra propia experiencia.


miércoles, 18 de junio de 2014

La peli de José

Nuestra estadía en El Bolsón comenzó un par de kilómetros y un día antes porque José, nuestro anfitrión de couchsurfing, nos invitó a su casa, a pesar de estar en plena mudanza porque en días (a los tres días) viajaba para España.
-Me voy porque no me banco otro invierno más. Yo soy de acá, nunca viajé y me quiero ir. Allá en Italia está mi hermano, pero yo no agarro una de italiano así que me voy a España, él viaja para allá y arrancamos juntos.
Son casi las 17, en el cielo muchas nubes grises que parecen lluvia, pero a veces es sólo frío. José nos guía hasta su taller donde trabaja con su viejo en reparaciones de motores, porque  allí pasará la noche La Bartola: a su casa se accede a pie o en 4x4, así que subimos en su jeep azul. La casa se encuentra por un largo camino hacia dentro del Cerro Radal. Vero prefiere la caja, yo me siento en la butaca del acompañante y arrancamos, no sin antes pasar por la proveeduría, porque una vez arriba hay que arreglársela con lo que hay.
El camino, al principio, parece normal. Pero después ya es turismo aventura porque la pendiente no sólo que no afloja sino que se va poniendo cada vez más estrecha, un pozo al lado de otro, mucho barro.
-En invierno, cuando llueve dos meses seguidos, esto se vuelve imposible. Ahí tengo que bajar en moto –enseña, los ojos celestes le brillan, se aferra al volante -Antes acá había buena madera, ahora todo es pino, se llevaron la mejor y forestaron esta mierda, que se chupa toda el agua. Porque esto tenía muchos arroyos que se los comió el pino. Y encima no crece nada, hay un colchón de diez centímetros de pinocha.
Sobre un claro, con la vista hacia el abismo, José armó su casa con madera autóctona. El agua la sube en tachos de 300 litros y con un generador de nafta se hace de energía eléctrica. La calefacción es a leña y, por si hace falta aclararlo, no tiene vecinos.
-Esta es mi peli, no la cambio por nada, pero es difícil estar acá arriba. Mis amigos no quieren venir a visitarme y mi compañera no se la bancó más y se fue.

Cuando la noche se cierra, en las montañas aparecen lucecitas y algunas columnas de humo. José sonríe y me dice: “Uno cree que está solo pero mirá todas esas casitas, no soy el único”; y la mueca en la cara, la sonrisa amistosa, el vapor que fluye de su boca.

domingo, 8 de junio de 2014

Esquel

Por suerte a la montaña no había que subirla sino bordearla. Era alta hasta el cielo y fría. Nieve casi hasta sus pies, donde dejaba el surco del deshielo como embudos esfumados. Pero por suerte no había que subirla.
A pesar del transcurso de los días la montaña sigue ahí y me sorprende. Me sorprende el viernes, me sorprende el sábado, también el domingo. Me sorprende a la mañana cuando la veo de la ventana del departamento, o cuando doblo la esquina de 25 de mayo hacia cualquiera de sus perpendiculares. Siempre en el mismo lugar: blanca, inmensa. A veces la imagino como una gran heladera que sopla el frío que nosotros sentimos. Porque es imposible que tenga calor con esa montaña helada tan cerca.

Esquel tiene esa gran montaña blanca en uno de sus lados; en otros dos las montañas son verdes, con pinos, algunas casitas, muy pocas, y el restante llano, lo que a la vista (sobre todo a la vista desde arriba) la convierte virtualmente en un pozo. Una olla. Una Hoya. Y ese es el nombre de la pista de esquí, que en este momento está cerrada, temporada baja mediante.
Atrás de la omnipresente montaña blanca quisieron, hace unos años, construir una mina a cielo abierto para extraer oro. La empresa, canadiense, era la Meridian Gold. Pero el pueblo en la calle forzó un plebiscito, realizado el 23 de marzo de 2003, donde triunfó por más del 80 por ciento el No a la Mina. Esa leyenda se lee en las paredes de la ciudad, en los comercios, en las lunetas de los autos. El No a la Mina fue una expresión gloriosa de un pueblo que intenta preservar el aire fresco, el agua limpia, por sobre las promesas de trabajo para unos pocos de la comunidad. ¿Además ese oro adónde va a ir?
En uno de los picos verdes hay una laguna, que se llama La Zeta, en alusión al camino que hay que transitar. La Bartola se la bancó, hay que decirlo, y llegamos así a una playita donde combatimos el frío, incluso la nevisca, con ravioles de ricota y espinaca con crema. Es que, aún en viaje, los domingos nos exigen ciertas costumbres que hay que sostener.


La familia se agranda

A medida que sumamos kilómetros la familia se agranda, y no lo digo por las personas que vamos conociendo, sino literalmente. En Puerto Madryn, cuando fue lo del robo y la rotura en la camio, conocimos a Zulma y Alfredo, prima de Perla y ahora, como no teníamos donde parar en Esquel, (hace mucho frío para pernoctar en la Bartola), apareció de la galera Mary y Pedro, parientes lejanos de mi cuñado Ariel. ¿Habrá parientes también en Medellín o Asunción?
La comodidad de estar en una casa con una mesa larga nos vino de maravillas para producir y generar una base digna de artesanías, sobre todo en lo referido a los cuadernos y las postales. El sábado participamos de la Feria Municipal, pero qué bárbaro, no vendimos nada. El consuelo fue que nadie vendió nada, porque no había nadie. Nadie nadie.
Pero como tipo prudente no pone todos los huevos en la misma canasta, yo me ocupé de hacer la calle con la venta de alfajorcitos de maicena que no fallan. Tres por diez pesos, el que compró el viernes, te compra de nueve el sábado: una fija. El secreto es obvio: una montaña de dulce de leche entre tapita y tapita. Una montaña tan grande como la que me sorprende el viernes, me sorprende el sábado, me sorprende el domingo.




martes, 3 de junio de 2014

Hacia rutas inciertas

Trelew es una de las cuatro ciudades más importantes de Chubut, junto a Rawson (su capital), Comodoro Rivadavia y Esquel. Su nombre, en galés, significa Tierra de Luis, en honor a Lewis Jones, gestor principal para construir el ferrocarril en la segunda mitad del siglo XIX y que activó comercialmente la región. Los galeses fueron los principales colonos en esta parte de la Patagonia y a ellos se debe no sólo la construcción del ferrocarril sino también otros emprendimientos como la generación de canales que permitieron el riego, principal problema a solucionar debido a las escazas lluvias. Muchos pueblos llevan su impronta, en su arquitectura, incluso en sus costumbres. De este modo, resulta singular que en cada manzana de la ciudad de Trelew se abra paso un pasaje que une la calle con su paralela. Un pasaje en donde no circulan vehículos; sólo puede transitarse a pie o en bicicleta.
Playa Unión
A 16 kilómetros, yendo hacia Rawson,  se encuentra Playa Unión que, según voces del lugar, recién ahora muchos están descubriendo como atractivo turístico. Su orilla es de canto rodado y el mar tiene olas, a diferencia de las otras playas patagónicas que habíamos avistado.
Mayte fue nuestra anfitriona de couchsurfing y, además, la responsable de guiarnos por estos lados. Nosotros veníamos de la mala, de modo que caer en sus manos fue algo así como justo y necesario. Su casa fue un refugio ideal para descansar, dormir, reponer lo perdido. Su compañía fue exacta. Creo que, de algún modo, el Universo se ocupó de ubicarnos ante la mejor persona posible para salir del pozo y regresar airosos al camino.
Una de las tardes nos acompañó a conocer Gaiman, un pueblo galés que conserva el túnel ferroviario, que aún puede caminarse de un lado a otro, aunque no sin temor por esa curva que lo vuelve todo oscuro. Por allí circula el Río Chubut, de modo que matear a su orilla acompañado de tortas típicas fue el mejor regalo que podíamos haber recibido. Y lo recibimos de Mayte, como no podía ser de otra manera.

Maite
A Gaiman puede irse tanto por ruta como por ripio. Nosotros escogimos la segunda opción, conocido como el camino del valle, que permite recorrer las chacras que se encuentran a su lado, disfrutando del paisaje de árboles verdosos y pastos dorados. Una postal que, no lo sabía entonces, se repetiría como en un círculo mágico y envolvente en nuestro camino hacia Esquel.

La ruta del pasto dorado

La ruta nacional 25, más conocida como la ruta del valle, une Trelew con Esquel. A decir verdad, en el último tramo debe empalmarse la mítica ruta 40. Son 600 kilómetros que decidimos hacer en dos tramos, haciendo noche en Los Altares, “una estación de servicio con un pueblo atrás”, según me había indicado May. Y sí, chequeamos en internet y el último censo decía que allí vivían 123 personas. Llegamos a Los Altares el domingo al mediodía. En el único mercado pregunté por un sitio lindo donde estacionar y me mandaron a seguir un camino de tierra que terminó, dónde si no, frente a una inmensa piedra a orillas del Chubut. Allí pasamos el resto de un día que venía soleado pero fresco, con viento al principio, aflojando después, helando más tarde y en eso estábamos cuando decidimos dormir y no hubo bolsita de agua caliente ni té antes de acostarse que paliara la fresca.
Por la mañana partimos temprano con la firme convicción de que, pese a la lluvia, teníamos que llegar a Esquel. El cielo estaba cubierto en pleno por pelotas de algodones plomizas que se hinchaban y deshinchaban constantemente. A los costados de la ruta, la geografía desafiaba la mejor paleta de colores: los pastos dorados aparecían salpicando todo y, a la distancia, mutaban al rojizo, todo en un coqueteo señorial entre la ruta y el río Chubut, que se encontraban y desencontraban.


Las piedras, altas, firmes, variaban en la gama de los marrones, los grises y los bordó y, hacia el horizonte, más piedras, azul marino, violetas, rosas. Los árboles sorprendían con sus troncos oscuros, a veces negros, y sus copas doradas. La frutilla del postre fue pasando Tecka, a unos 50 kilómetros de Esquel, cuando apareció detrás de una curva una montaña gigante y blanca, toda nevada de la noche anterior.

Con ese impacto visual frente a nosotros recorrimos el último tramo de la ruta, comprendiendo que habíamos ingresado en tierra cordillerana, en junio, donde el frío no se soluciona con una bufandita y donde sorprende escuchar al locutor de la radio decir que la máxima para el día es de 0 grados.