Me he descubierto pensando, sucesivas veces en estos últimos
días, sobre la esperanza y la decepción, emociones que representan dos caras de
la misma moneda. El arribo a El Salvador fue el puntapié inicial, dado por la
necesidad que tenía de intentar explicar dónde es que estábamos. Habrán notado
que no hablé ni hice mención alguna a la realidad política del país, a “sus
números”, a la caracterización de su gobierno. No fue una omisión desinteresada:
no comprendía bien lo que pasaba, las lecturas no lograban acabarme un
pensamiento y decidí dejar pasar los días para ver si la cosa clarificaba. Y
clarificó.
En este pequeño país, llamado “el pulgarcito de América”,
sucedió lo que en casi todos los del continente: una persecución asesina a la
izquierda y sus luchadores populares, que finalizó recién en 1992. Hasta hace
poco gobernó la derecha vernácula, cipayos del Norte, vendepatrias y amorales. El
saldo fueron millones de hambrientos, crimen organizado, drogas, impunidad y
todos los males que aquejan a los pueblos pobres de américa latina. Y entonces
la dicha (y la lucha) se concentró y la izquierda llegó al poder de la mano de
Mauricio Funes, su presidente actual.
En este punto es donde entra en juego la decepción, porque
luego de tantos años de neoliberalismo se creía que El Salvador ingresaría
enérgicamente a los bloques de integración regional que promueven los pueblos
que quieren la libertad, como Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua. Pero
aunque hubo transformaciones, estas no han llegado a inquietar a los verdaderos
poderes fácticos, cosa que sucede, y muy bien, por ejemplo en Venezuela o
Argentina.
De modo que una de las características más notorias es la
decepción de esas cantidades de gente que creyeron en una verdadera
transformación, que creyeron posible un país distinto.
Al domingo
Después del mediodía, una vez chequeados los diarios y
almorzado, me fui con Vero a la playa a leer. Estábamos pipones, así que nos
acomodamos bajo la sombra de un árbol y nos metimos cada uno con su lectura.
Cuando me topé con estás líneas comprendí, como se comprenden y deconstruyen
las cuestiones más acuciantes, sobre qué quería escribir en el blog:
“(…) para mí la esperanza es una cosa que tengo cuando me
despierto, que pierdo en el desayuno, que recupero cuando recibo el sol en la
calle y que después de caminar un rato se me vuelve a caer por algún agujero
del bolsillo. Y me digo: ¿Dónde quedó la esperanza? Y la busco y no la
encuentro. Y entonces, aguzando el oído, la escucho ahí, croando como un sapito
minúsculo, llamándome desde los pastos. La tengo, la vuelvo a perder. A veces
duermo con ella y a veces duermo solo. Pero yo nunca tuve una esperanza de
receta, comprada en una tienda de corte y confección, una esperanza dogmática.
Es una esperanza viva y por lo tanto, no sólo está a salvo de la duda, sino que
se alimenta de la duda”.
En algún momento del día le dije a Vero qué feliz debería
hacernos el hecho de transitar nuestra juventud en un país que se transforma
día a día, pese a las dificultades que surgen de afuera y de adentro. Y qué
asfixiante hubiese sido tener veinte pirulos hace treinta años, cuando la cosa estaba
fiera, o hace 15, cuando el menemismo generaba una cultura individual, foránea
y de disfraz, ajena a nuestras tradiciones populares y latinoamericanas. Y el
mismo pensamiento lo extiendo para américa latina. Qué cómodo me siento en la Nicaragua
sandinista, o en Cuba más viva que nunca, o en Ecuador que puede mirar a los
países a la cara y no como cuando los hijos de puta de siempre saqueaban al
país una y otra vez.
Pero hablábamos de la esperanza, como factor de cambio, como
elemento indispensable para la transformación social.
Como decía, la esperanza y la decepción son caras de la
misma moneda. Su alternancia genera el pulso emocional humano, por tanto, el
pulso emocional político. Cuando vi a los pibes de Recoleta pegándole a la
cacerola sentí una profunda decepción, primero por su desfachatez, después por la grandilocuencia
ante lo minúsculo. Entonces volví a pensar en la esperanza, esa guacha que a
veces se escapa y a veces aparece y que siempre resulta esquiva para quienes
todo lo tienen. Ellos nunca sabrán de que se trata porque sólo tienen intereses. No la necesitan. La esperanza (y la decepción) descansa en las casas de
chapas, en las mesas vacías y en la ceniza de los libros incendiados.