martes, 25 de noviembre de 2014

Ruta 14

El tipo de la rotisería me dice que tenemos que conocer Santa Ana y, como no tenemos planes, vamos. Santa Ana es un pueblo que se encuentra sobre el margen del río Uruguay, a 25 kilómetros de Chajarí, ciudad donde nos espera Amparo y su familia, pero eso será recién el sábado. Hoy es jueves, hace calor, y el tipo de la rotisería nos prepara unos sándwiches de miga vegetarianos para llevarnos al camping municipal que, fuera de temporada, es gratis. Ya el Cabeza, en Paso de los Libres, nos había hablado de este lugar y de los baños, que eran hermosos y amplios.

Santa Ana, camping municipal

Nuestra estadía en el camping es agradable y silenciosa. Caminamos por la costa, trabajamos al aire libre, vamos hasta el pueblo por los víveres necesarios y después regresamos a las sombras de los árboles frondosos y al ritmo lento.
De Chajarí a Santa Ana nos separan kilómetros de plantaciones de naranjos, así que frenamos para hacernos de nuestro desayuno y nuestra merienda, en operaciones tan rápidas como infantiles. Aunque pienso que estas travesuras pueden valerte un tirón de orejas me divierto y vuelvo a La Bartola con una bolsa llena y con la sonrisa ancha como la nueve de julio.
Plantaciones de naranja

En la casa de Amparo pasamos tres días de película, incluido un mini viaje de una noche a una casa de un tío a orillas de río: todo un lujo. Con su compañía conocimos, entre otros puntos de interés, el basurero municipal que es modelo en cuanto a su diseño en recolección y tratamiento de desechos urbanos. Un hombre corpulento y de palabras precisas nos guía por el establecimiento:
“Estas dos cadenas de montaje hacen el mismo trabajo. Si te fijás, ella saca los plásticos, él los vidrios, y así sólo va quedando lo orgánico que luego se hace compost”, explica y su voz se filtra como pidiendo permiso en un aire denso y ruidoso. Con el compost se fertiliza la tierra que se utiliza en el vivero y esto es lo hermoso, porque entra basura y sale un planta, miles de plantas que vestirán de gala las plazas y otros espacios públicos, conformando un círculo que muta de la muerte a la vida, como de igual modo hizo Pichín con su parque en De La Garma. Gran parte de lo que se recicla se comercializa en Buenos Aires, sobre todo el cartón, plásticos, vidrios, papel. Después hay un espacio destinado al relleno sanitario (pañales, preservativos, papeles húmedos), otro para neumáticos, otro para electrónica y otros para pilas, que se vuelcan en tachos inmensos rellenos con cemento y así se almacenan.
Basurero Municipal de Chajarí

Dejamos Chajarí y partimos para Federación, precisamente a sus termas, ampliamente difundidas en el terreno del turismo vernáculo. La mayoría del público son mayores de sesenta así que el ambiente es lento y silencioso. Entre las piletas el césped verde prolijamente cortado es un lugar perfecto para estirar la lona y disponer las reposeras. Los nucleamientos de personas se congregan allí y el mate pasa de mano en mano en las pausas que se permiten de los baños termales que están previstos para que no superen los veinte minutos aunque eso pocos le dan bola.
Un couch dice que nos espera en Colonia Liebig, pocos kilómetros antes de Colón, pero cuando llegamos al pueblo nos resulta imposible contactarlo. Decidimos parar frente a la iglesia y quedarnos allí una noche. Estábamos cocinando cuando se acercaron dos hombres a ofrecernos mate dulce y torta fritas, otrora trabajadores del ya inexistente frigorífico Liebig, actualmente sobreviviendo de changas. Uno de ellos, el de los bigotes morochos que cuelgan a cada lado de las comisuras, nariz ganchuda y andar encorvado, vivía en La soltería, un viejo edificio que había estado destinado a los jóvenes trabajadores del frigorífico. El otro, apodado “el peti”, trabajaba en el club de pescadores y nos invitó a pasar la tarde allí pero nosotros ya partíamos. No obstante, se decidió a comprarnos dos cuadernitos para sus compañeras de trabajo y a regalarnos una docena de huevos porque a él se los regalaban y estaba jodido del colesterol.




De ahí a Colón y de Colón a Gualeguaychú, todo bajo un aguacero formidable, acaso una muestra cabal sobre el origen de estos ríos que se bifurcan y se vuelven a encontrar, que aparecen en todas las fotos y que se defienden a morir, si no basta recordar la lucha interminable en el conflicto con Botnia.

sábado, 15 de noviembre de 2014

"Aprendí portugués viendo dibujitos"

Mariano vive en Paso de los Libres, provincia de Corrientes y tiene 27 años. Además de ser experto en origami es profesor de inglés en Fisk, un instituto de enseñanza de esa lengua. Son las nueve de la noche y estamos en la costanera del bravo río Uruguay que, cuando la cosa se pone fea (y eso sucede a menudo) puede subir su nivel hasta quince metros, lo que implica la evacuación de cientos de familias. Pero no sólo la lluvia es la responsable de que todo lo que hoy pisamos se llene de agua sino la represa Yaciretá, que abre sus compuertas cuando no puede retener más y que pase lo que tenga que pasar.
Del otro lado se visualizan las lucecitas y las torres de Uruguiania que se muestran como la espalda de un Brasil inmenso e indiferente que mira hacia el atlántico. El puente que une las orillas es largo y tiene un ritmo lento pero constante, sobre todo de camiones de transporte.
Le pregunto a Mariano si, teniendo en cuenta la cercanía con Brasil, existe una estrecha relación.
-Antes, con el uno a uno nosotros íbamos a comprar allá porque era baratísimo. Ahora vienen ellos, sobre todo a comprar vino, dulce de leche, porque el de ellos es horrible y carne de vaca. Pero tampoco tanto. Algunos también vienen a bailar.
Después me cuenta que los brasileros son poco influenciables y que es más lo que ellos reciben de allá que viceversa.
-Yo aprendí a hablar portugués viendo la tele por los dibujitos animados que pasaban por O globo a la mañana. Nosotros no teníamos cable así que sólo veíamos los canales de aire. Y cuando yo era chico ATC sólo pasaba películas viejísimas. No sólo yo, toda mi generación habla portugués por los dibujitos que veíamos de niños. Ya mi hermana, que es diez años más chica, no sabe nada de portugués porque para ese entonces teníamos cable y creció viendo Cartoon Networks y Magic Kids.
Más tarde, el Cabeza, como se hace llamar el padre de Mariano, me cuenta que le entretiene mucho más ver el Chavo del Ocho en portugués que en español. Es decir que la influencia existe a pesar de lo que uno se proponga.
Aunque sólo estamos dos días en Libres (así le llaman los locales) me impresiona la mutación agresiva del clima que va del cielo limpio a la lluvia, luego al viento, todo con un calor agobiante que te hace sudar la gota gorda aunque estés quieto debajo de un árbol. También me llama la atención la vestimenta de las mujeres, de clásico jean y remeras ajustadas, incomprensible para estas temperaturas.
Cabeza nos invita a comer carpincho, un roedor que puede pesar hasta 70 kilos y que suele andar por las arroceras. Agradecemos su generosidad pero aducimos que no comemos carne.
-¿Y cerveza? –amaga servir un vaso con la botella a 45 grados.
Cuando le acepto y estiro mi brazo, Cabeza exclama:
-¡Esto me tenías que decir que no! - y la risa estalla y la imagen será una postal de nuestro paso por Corrientes, me refiero la de aplacar el calor sofocante con cervezas heladas.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Punto de confluencia

Las nubes perpetuas sobre el suelo de Posadas. ¿Es eso un cielo? Llueve casi todo el tiempo, casi todos los días, aunque cuando el sol sale parece que está desde hace tiempo. Lo efímero se camufla de eterno en estas tierras rojas, irregulares. Las casas ¿viejas? ¿feas? conviven con las casas ¿modernas? ¿lindas? Todo se mezcla en Posadas si hablamos de arquitectura. ¿Existen las clases sociales? Algunas calles están tan inclinadas que da la impresión que todo se viene abajo. Y, por momentos, todo se viene abajo. 


El calor sí es una fija: por eso se espera la tarde, la tardecita, en las veredas, en reposera, con el tereré entre las piernas que es bien distinto al invento que se importa por otros lados. La yerba no es la típica de mate sino una especial, llamada canchada, que es más gruesa, digamos menos molida. Eso hace que no se lave. Y los termos son los grandes, los de tres litros, de boca ancha, para que entre el hielo.
Posadas se encuentra sobre una de las orillas del río Paraná, en una costanera larga y moderna. Del otro lado, cruzando el puente, Encarnación (Paraguay). La frontera natural no separa nada sino al contrario: las dos ciudades se unen por el río calmo.
Los espacios públicos se colman de familias y los carritos con comidas típicas como el caburé le disputan el mercado gastronómico a los infaltables superpanchos. Las mujeres saludan con dos besos, algunas esculturas inmensas de seres mitológicos guaraníes se erigen por diversos sitios de la ciudad, la lluvia desaparece y el sol arde todo lo que puede arder un sol a las tres de la tarde en el litoral.
Caburé: super chipa hecho a las brazas

Posadas te regala sus colores naturales acaso como si no pudiese ser de otra manera, como si así desnudara su identidad. El verde de la selva aparece en los jardines de las casas, la tierra roja se queda en los asfaltos calientes, en las entradas de las casas, en las suelas de los zapatos, el celeste del río inmenso te llena los ojos ante cada oportunidad.
En las verdulerías se consiguen sandías grandes y baratas, la cerveza es servida en termos de tergopol que la protegen del calor eterno, las veredas son escenario de todo lo que pasa. A pesar del aire acondicionado o los ventiladores, la calle continúa siendo el espacio predilecto para estar. Porque cuando el calor no cesa y el viento no corre, a veces uno sólo se propone estar. Y en ese caso, lo mismo da una galería, la sombra de un árbol o la costanera infinita.

Costanera de Posadas

sábado, 1 de noviembre de 2014

Entre algodones

Cuando tenía catorce años, como muchos jóvenes de Argentina, quería ser futbolista. Pero a diferencia de la mayoría, donde el sueño queda en la nada, comencé a recorrer equipos buscando un lugar y ese lugar lo encontré en Atlético de Rafaela, ciudad donde además vivían mis tíos y primos. Mi experiencia duró lo suficiente para darme cuenta que una cosa es jugar al fútbol con tus amigos y otra hacerlo profesionalmente. Pero más allá de lo estrictamente futbolístico, lo más interesante (como sucede a menudo) fue lo que sucedió en la periferia: dejar mi familia, vivir con otra, cambiarme de escuela, extrañar todo. Cuando a los dos meses estaba nuevamente en Necochea comprendí que lo que había sucedido me había marcado para el resto de mi vida.
Una sola vez volví (hace siete años, para el cumpleaños de quince de mi prima Florencia) pero fue tan breve la estadía que ni cuenta me di. Ahora, en el marco de este viaje y casi sin proponérmelo volví a pisar el mismo suelo con la misma destreza de explorador de aquella vez, pero habían pasado casi catorce años, es decir, la mitad de mi vida.

Estaba en San Marcos Sierras cuando mi mamá me mencionó la posibilidad de pasar por Rafaela.
-Me dijo Irene que estás a 400 kilómetros, tenés que pasar, te están esperando todos –la voz inconfundible utilizando todos los recursos lingüísticos para convencerme-. Además juega River… –soltó y esperó mi respuesta que fue un silencio breve pero contundente.
Corté con ella con la certeza de que volvería a Rafaela. Los motivos eran múltiples. Vale aclarar que La Bartola rodaría por esos adoquines céntricos pero no ahora, sino dentro de algunos meses. Tenía la caladora que Horacio me había prestado para construir nuestra casita con ruedas y quería devolverla. Tenía encuentros pendientes que no podían ser demorados, como esos círculos que esperan ansiosamente ser completados porque ya no soportan que sus puntas no se toquen.
Rodamos unas cuantas horas hasta que Susana (un pequeñísimo pueblo a quince kilómetros de Rafaela donde viven mis tíos Irene y Walter, mis primos Joaquín y Florencia y mis abuelo pepe y pepa) nos mostró su arteria que penetra sobre la ruta 34. Cruzar a mi abuelo antes de llegar podría haber sido una sorpresa y lo fue, aunque es sabido que disfruta de salir al encuentro de quien se avecina.

Un día antes le había escrito a Joaquín por Facebook para que me consiga una entrada para el partido. Y me la consiguió, para la popular de “la crema”, ya que las de público neutral (un eufemismo para no reconocer la venta a los visitantes que está prohibida) costaban mil pesos.
El domingo hacía tanto calor como cualquier otro día. Las calles aledañas al estadio se colmaban de autos, policías y banderas. Joaquín, Tomás y yo partimos hacia la cancha donde jugué mil veces en mis sueños adolescentes. El público había colmado cada uno de sus rincones así que nos acomodamos como pudimos. El partido, vertiginoso, de ida y vuelta, con buen pie, osciló entre la impotencia de no poder lamentarme por el primer gol en contra y la impotencia por no gritar los propios. La alegría de mantener el invicto no podía manifestarse por ningún lado sino hacia adentro. Los mensajes en el celular de Bruno y Lucho algo dirían pero extraerlo de mi riñonera podría ser un suicidio.
Al otro día Horacio puso a disposición su tiempo, su gente y su taller para arreglar imperfecciones de La Bartola y el resultado fue sorprendente: nuevos estantes, más luz, más espacios. Pero la atención fue generalizada y cada uno de la familia contribuyó para que la estadía, además de placentera,
resulte una parada técnica, acaso como si hubiéramos ingresado a boxes. Cuando digo cada uno de la familia, me refiero exactamente a cada uno: pepa nos cedió varios lavarropas, pepe sus libros y la aspiradora, Joaquín la entrada, Irene, Walter y Flor compraron cuadernos y nos invitaron a almorzar, Fabiana nos regaló el ventilador y nos cedió su casa (además de otras tantas atenciones), Tomás nos llenó el tanque de combustible, Mateo nos regaló retazos de cuero para la producción de cuadernos, Horacio lo ya dicho. Cada uno fue parte de este viaje en materia y espíritu, acaso como si la familia sintiera la hermosa obligación de que las ruedas sigan girando, y el corazón palpitando, y el alma viajando.