Cuando tenía catorce años, como muchos jóvenes de Argentina,
quería ser futbolista. Pero a diferencia de la mayoría, donde el sueño queda en
la nada, comencé a recorrer equipos buscando un lugar y ese lugar lo encontré
en Atlético de Rafaela, ciudad donde además vivían mis tíos y primos. Mi
experiencia duró lo suficiente para darme cuenta que una cosa es jugar al
fútbol con tus amigos y otra hacerlo profesionalmente. Pero más allá de lo estrictamente
futbolístico, lo más interesante (como sucede a menudo) fue lo que sucedió en
la periferia: dejar mi familia, vivir con otra, cambiarme de escuela, extrañar
todo. Cuando a los dos meses estaba nuevamente en Necochea comprendí que lo que
había sucedido me había marcado para el resto de mi vida.
Una sola vez volví (hace siete años, para el cumpleaños de quince
de mi prima Florencia) pero fue tan breve la estadía que ni cuenta me di.
Ahora, en el marco de este viaje y casi sin proponérmelo volví a pisar el mismo
suelo con la misma destreza de explorador de aquella vez, pero habían pasado
casi catorce años, es decir, la mitad de mi vida.
Estaba en San Marcos Sierras cuando mi mamá me mencionó la
posibilidad de pasar por Rafaela.
-Me dijo Irene que estás a 400 kilómetros, tenés que pasar,
te están esperando todos –la voz inconfundible utilizando todos los recursos lingüísticos
para convencerme-. Además juega River… –soltó y esperó mi respuesta que fue un
silencio breve pero contundente.
Corté con ella con la certeza de que volvería a Rafaela. Los
motivos eran múltiples. Vale aclarar que La Bartola rodaría por esos adoquines céntricos
pero no ahora, sino dentro de algunos meses. Tenía la caladora que Horacio me
había prestado para construir nuestra casita con ruedas y quería devolverla.
Tenía encuentros pendientes que no podían ser demorados, como esos círculos que
esperan ansiosamente ser completados porque ya no soportan que sus puntas no se
toquen.
Rodamos unas cuantas horas hasta que Susana (un pequeñísimo
pueblo a quince kilómetros de Rafaela donde viven mis tíos Irene y Walter, mis
primos Joaquín y Florencia y mis abuelo pepe y pepa) nos mostró su arteria que
penetra sobre la ruta 34. Cruzar a mi abuelo antes de llegar podría haber sido una
sorpresa y lo fue, aunque es sabido que disfruta de salir al encuentro de quien
se avecina.
Un día antes le había escrito a Joaquín por Facebook para
que me consiga una entrada para el partido. Y me la consiguió, para la popular
de “la crema”, ya que las de público neutral (un eufemismo para no reconocer la
venta a los visitantes que está prohibida) costaban mil pesos.
El domingo hacía tanto calor como cualquier otro día. Las
calles aledañas al estadio se colmaban de autos, policías y banderas. Joaquín,
Tomás y yo partimos hacia la cancha donde jugué mil veces en mis sueños
adolescentes. El público había colmado cada uno de sus rincones así que nos
acomodamos como pudimos. El partido, vertiginoso, de ida y vuelta, con buen
pie, osciló entre la impotencia de no poder lamentarme por el primer gol en
contra y la impotencia por no gritar los propios. La alegría de mantener el
invicto no podía manifestarse por ningún lado sino hacia adentro. Los mensajes en
el celular de Bruno y Lucho algo dirían pero extraerlo de mi riñonera podría
ser un suicidio.
Al otro día Horacio puso a disposición su tiempo, su gente y
su taller para arreglar imperfecciones de La Bartola y el resultado fue
sorprendente: nuevos estantes, más luz, más espacios. Pero la atención fue
generalizada y cada uno de la familia contribuyó para que la estadía, además de
placentera,
resulte una parada técnica, acaso como si hubiéramos ingresado a boxes.
Cuando digo cada uno de la familia, me refiero exactamente a cada uno: pepa nos
cedió varios lavarropas, pepe sus libros y la aspiradora, Joaquín la entrada, Irene,
Walter y Flor compraron cuadernos y nos invitaron a almorzar, Fabiana nos
regaló el ventilador y nos cedió su casa (además de otras tantas atenciones),
Tomás nos llenó el tanque de combustible, Mateo nos regaló retazos de cuero
para la producción de cuadernos, Horacio lo ya dicho. Cada uno fue parte de este
viaje en materia y espíritu, acaso como si la familia sintiera la hermosa obligación
de que las ruedas sigan girando, y el corazón palpitando, y el alma viajando.
Me encantó el encuentro con la familia,parece que todos "aportaron",ademas del cariño se llevaron de todo.Sigan paseando y los siga acompañando la buena suerte
ResponderEliminarMuy lindo comentario Nacho, un volver a las raíces y llenar el alma. Cariños. Romina
ResponderEliminary llego el dia en que la tia volvió a leer el blog !!!! que hermoso lo que escribiste....estoy tragando lagrimas....o mejor seria dejarlas salir!!!!! Aca llueve y hace frio ...el tio esta en bs. as y ya tengo asegurado el programa de la tarde....viajar con los escritos de Ignacio y Vero.!!!! los quiero...gracias por visitarnos.....Irene
ResponderEliminarQue bueno fue entrar a boxes....!!! Y cargar las pilas y fortalecer el espíritu y redescubrir afectos,y sin quererlo producir esa emoción tan onda en mi corazón,estoy muy feliz!!!
ResponderEliminarDecir que soñaba con esa parada resulta exagerado,pero todos me conocen y saben que soy asi. Gracias a todos los que nos recibieron en la figura de Ignacio y Vero,porque sentí esos días como dice el titulo que estábamos entre algodones.
Buen viaje y buen camino.
Sofia
hola chicos! siempre los leo y me acuerdo cuando te fuiste en aquellos años, parece mentira que hayan pasado tantos!! Entiendo el título porque eso es la familia, algodones que protegen y no molestan, a veces!! jaja Besos a los dos! Marta
ResponderEliminar