sábado, 1 de noviembre de 2014

Entre algodones

Cuando tenía catorce años, como muchos jóvenes de Argentina, quería ser futbolista. Pero a diferencia de la mayoría, donde el sueño queda en la nada, comencé a recorrer equipos buscando un lugar y ese lugar lo encontré en Atlético de Rafaela, ciudad donde además vivían mis tíos y primos. Mi experiencia duró lo suficiente para darme cuenta que una cosa es jugar al fútbol con tus amigos y otra hacerlo profesionalmente. Pero más allá de lo estrictamente futbolístico, lo más interesante (como sucede a menudo) fue lo que sucedió en la periferia: dejar mi familia, vivir con otra, cambiarme de escuela, extrañar todo. Cuando a los dos meses estaba nuevamente en Necochea comprendí que lo que había sucedido me había marcado para el resto de mi vida.
Una sola vez volví (hace siete años, para el cumpleaños de quince de mi prima Florencia) pero fue tan breve la estadía que ni cuenta me di. Ahora, en el marco de este viaje y casi sin proponérmelo volví a pisar el mismo suelo con la misma destreza de explorador de aquella vez, pero habían pasado casi catorce años, es decir, la mitad de mi vida.

Estaba en San Marcos Sierras cuando mi mamá me mencionó la posibilidad de pasar por Rafaela.
-Me dijo Irene que estás a 400 kilómetros, tenés que pasar, te están esperando todos –la voz inconfundible utilizando todos los recursos lingüísticos para convencerme-. Además juega River… –soltó y esperó mi respuesta que fue un silencio breve pero contundente.
Corté con ella con la certeza de que volvería a Rafaela. Los motivos eran múltiples. Vale aclarar que La Bartola rodaría por esos adoquines céntricos pero no ahora, sino dentro de algunos meses. Tenía la caladora que Horacio me había prestado para construir nuestra casita con ruedas y quería devolverla. Tenía encuentros pendientes que no podían ser demorados, como esos círculos que esperan ansiosamente ser completados porque ya no soportan que sus puntas no se toquen.
Rodamos unas cuantas horas hasta que Susana (un pequeñísimo pueblo a quince kilómetros de Rafaela donde viven mis tíos Irene y Walter, mis primos Joaquín y Florencia y mis abuelo pepe y pepa) nos mostró su arteria que penetra sobre la ruta 34. Cruzar a mi abuelo antes de llegar podría haber sido una sorpresa y lo fue, aunque es sabido que disfruta de salir al encuentro de quien se avecina.

Un día antes le había escrito a Joaquín por Facebook para que me consiga una entrada para el partido. Y me la consiguió, para la popular de “la crema”, ya que las de público neutral (un eufemismo para no reconocer la venta a los visitantes que está prohibida) costaban mil pesos.
El domingo hacía tanto calor como cualquier otro día. Las calles aledañas al estadio se colmaban de autos, policías y banderas. Joaquín, Tomás y yo partimos hacia la cancha donde jugué mil veces en mis sueños adolescentes. El público había colmado cada uno de sus rincones así que nos acomodamos como pudimos. El partido, vertiginoso, de ida y vuelta, con buen pie, osciló entre la impotencia de no poder lamentarme por el primer gol en contra y la impotencia por no gritar los propios. La alegría de mantener el invicto no podía manifestarse por ningún lado sino hacia adentro. Los mensajes en el celular de Bruno y Lucho algo dirían pero extraerlo de mi riñonera podría ser un suicidio.
Al otro día Horacio puso a disposición su tiempo, su gente y su taller para arreglar imperfecciones de La Bartola y el resultado fue sorprendente: nuevos estantes, más luz, más espacios. Pero la atención fue generalizada y cada uno de la familia contribuyó para que la estadía, además de placentera,
resulte una parada técnica, acaso como si hubiéramos ingresado a boxes. Cuando digo cada uno de la familia, me refiero exactamente a cada uno: pepa nos cedió varios lavarropas, pepe sus libros y la aspiradora, Joaquín la entrada, Irene, Walter y Flor compraron cuadernos y nos invitaron a almorzar, Fabiana nos regaló el ventilador y nos cedió su casa (además de otras tantas atenciones), Tomás nos llenó el tanque de combustible, Mateo nos regaló retazos de cuero para la producción de cuadernos, Horacio lo ya dicho. Cada uno fue parte de este viaje en materia y espíritu, acaso como si la familia sintiera la hermosa obligación de que las ruedas sigan girando, y el corazón palpitando, y el alma viajando.


5 comentarios:

  1. Me encantó el encuentro con la familia,parece que todos "aportaron",ademas del cariño se llevaron de todo.Sigan paseando y los siga acompañando la buena suerte

    ResponderEliminar
  2. Muy lindo comentario Nacho, un volver a las raíces y llenar el alma. Cariños. Romina

    ResponderEliminar
  3. y llego el dia en que la tia volvió a leer el blog !!!! que hermoso lo que escribiste....estoy tragando lagrimas....o mejor seria dejarlas salir!!!!! Aca llueve y hace frio ...el tio esta en bs. as y ya tengo asegurado el programa de la tarde....viajar con los escritos de Ignacio y Vero.!!!! los quiero...gracias por visitarnos.....Irene

    ResponderEliminar
  4. Que bueno fue entrar a boxes....!!! Y cargar las pilas y fortalecer el espíritu y redescubrir afectos,y sin quererlo producir esa emoción tan onda en mi corazón,estoy muy feliz!!!
    Decir que soñaba con esa parada resulta exagerado,pero todos me conocen y saben que soy asi. Gracias a todos los que nos recibieron en la figura de Ignacio y Vero,porque sentí esos días como dice el titulo que estábamos entre algodones.
    Buen viaje y buen camino.
    Sofia

    ResponderEliminar
  5. hola chicos! siempre los leo y me acuerdo cuando te fuiste en aquellos años, parece mentira que hayan pasado tantos!! Entiendo el título porque eso es la familia, algodones que protegen y no molestan, a veces!! jaja Besos a los dos! Marta

    ResponderEliminar