Llegando desde El Bolsón, Bariloche te recibe con una imagen
tan real como inesperada: los barrios de los altos, donde habitan miles de
familias en condiciones arquitectónicas asombrosas (casi todas casillas de
chapas, algunas con ventanas de nylon) si se consideran las heladas y la
temperatura que, durante meses, no supera los diez grados. La ruta 40 abandona
sus paisajes psicodélicos de montañas verdes inmensas, lagos de colores y picos
nevados para dejarle lugar a la ciudad que irrumpe con sus suburbios
abandonados (calles rotas, basureros al aire libre), notorio contraste con las
suizas calles del centro, abarrotada de chocolaterías, cervecerías artesanales
y hoteles.
El Centro Cívico, construido en piedra y madera, es la
postal elegida para las fotos, con los perros San Bernardo explotados
impunemente para que una viva se haga unos pesos. Me acerco a tocarlos y la
vista de la rubia carpetita en mano me fulmina. Es la Fiesta Nacional de la
Nieve. Un gran escenario espera por Las Pelotas, Soledad y otras bandas locales
invitadas, entre las que se encuentra Akaya, ensamble de percusión de unos
amigos. Hace mucho frío, tal vez grados bajo cero, pero la gente acompaña el
evento como puede, manos en los bolsillos y combatiendo la temperatura a puro
movimiento corpóreo.
Las veredas se atestan de gente de todos lados que viene y
que va. Muchos brasileros, algunos europeos, argentinos provenientes de
infinitos lugares, egresados caras largas que caminan como zombis. Bariloche
continúa siendo la referencia de la Patagonia, la metrópoli que concentra a
quienes buscan diversión, restaurantes, bares y al mismo tiempo con la
posibilidad de practicar deportes extremos aprovechando el mayor centro de
esquí de Latinoamérica.
A diferencia de El Bolsón, donde cualquiera se vuelca a la
Feria para hacerse de unos mangos, acá los locales buscan hacerse lugar en los
trabajos de temporada, que son bien pagos y se extienden por sólo dos o tres
meses y que se circunscriben, en su mayoría, a trabajos gastronómicos en los cerros.
El jardín de la Patagonia
Rodeando el Lago Nahuel Huapi por Bustillo, en dirección
contraria a los kilómetros, se sale a la ruta 40 (ex ruta 231) que conduce a
Villa la Angostura, un pequeño pueblo de montaña característico, entre otras
cosas, por el alto poder adquisitivo de sus habitantes, fácilmente visible en
los autos últimos modelos y los comercios del centro que conforman un paseo
típico de quienes visitan lo que un cartel en la ruta presenta como El jardín
de la Patagonia. A juzgar por sus espacios naturales habría que darle la razón:
en la zona del puerto, a tres kilómetros del pueblo, boca de entrada al Bosque
de Arrayanes (único en el mundo), el lago Nahuel Huapi se presenta verdoso y
ancho. Las montañas lo contienen pero maginifican la visión. Un muelle de
tablones de madera se adentra unos veinte metros y allí anclan las
embarcaciones que llevan a los turistas a diferentes atractivos.
Del otro lado de la pequeña península se conforma una playa
ideal para descansar, leer, matear, dormir. Y a menos de mil metros, Laguna
Verde, también un sitio imperdible para pasar la tarde. Una caminata a su
alrededor lleva 45 minutos por senderos que se hacen lugar entre los árboles
altísimos y flores silvestres.
Nombrar todo lo que hay para ver en Villa la Angostura sería
tedioso porque es bella desde donde se la mire, aunque su avenida principal, de
boulevard y macetas con plantas, es contaminada asiduamente por cientos de
camiones que se dirigen a Chile y no tienen camino alternativo. Algunos
carteles en los comercios dan cuenta de esta problemática, en una sociedad que
lucha por conservar un pueblo silencioso.
Ante la inexistencia de una Feria de Artesanos armamos la
mesita en el centro con la camioneta detrás pero no vendimos nada. Raro, porque
había mucha gente paseando y gastando. Algo significará, entiendo, que después elijan
comprarlo más caro en la casa de diseño donde finalmente vendimos algunos.
Me gustó mucho tu descripción,lo lindo es poder vivirlo y luego contarlo para nuestro deleite.
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