Mariano vive en Paso de los
Libres, provincia de Corrientes y tiene 27 años. Además de ser experto en
origami es profesor de inglés en Fisk, un instituto de enseñanza de esa lengua.
Son las nueve de la noche y estamos en la costanera del bravo río Uruguay que,
cuando la cosa se pone fea (y eso sucede a menudo) puede subir su nivel hasta
quince metros, lo que implica la evacuación de cientos de familias. Pero no
sólo la lluvia es la responsable de que todo lo que hoy pisamos se llene de
agua sino la represa Yaciretá, que abre sus compuertas cuando no puede retener
más y que pase lo que tenga que pasar.
Del otro lado se visualizan las
lucecitas y las torres de Uruguiania que se muestran como la espalda de un
Brasil inmenso e indiferente que mira hacia el atlántico. El puente que une las
orillas es largo y tiene un ritmo lento pero constante, sobre todo de camiones
de transporte.
Le pregunto a Mariano si,
teniendo en cuenta la cercanía con Brasil, existe una estrecha relación.
-Antes, con el uno a uno nosotros
íbamos a comprar allá porque era baratísimo. Ahora vienen ellos, sobre todo a
comprar vino, dulce de leche, porque el de ellos es horrible y carne de vaca.
Pero tampoco tanto. Algunos también vienen a bailar.
Después me cuenta que los
brasileros son poco influenciables y que es más lo que ellos reciben de allá
que viceversa.
-Yo aprendí a hablar portugués
viendo la tele por los dibujitos animados que pasaban por O globo a la mañana.
Nosotros no teníamos cable así que sólo veíamos los canales de aire. Y cuando
yo era chico ATC sólo pasaba películas viejísimas. No sólo yo, toda mi
generación habla portugués por los dibujitos que veíamos de niños. Ya mi
hermana, que es diez años más chica, no sabe nada de portugués porque para ese
entonces teníamos cable y creció viendo Cartoon Networks y Magic Kids.
Más tarde, el Cabeza, como se
hace llamar el padre de Mariano, me cuenta que le entretiene mucho más ver el
Chavo del Ocho en portugués que en español. Es decir que la influencia existe a
pesar de lo que uno se proponga.
Aunque sólo estamos dos días en
Libres (así le llaman los locales) me impresiona la mutación agresiva del clima
que va del cielo limpio a la lluvia, luego al viento, todo con un calor
agobiante que te hace sudar la gota gorda aunque estés quieto debajo de un
árbol. También me llama la atención la vestimenta de las mujeres, de clásico
jean y remeras ajustadas, incomprensible para estas temperaturas.
Cabeza nos invita a comer
carpincho, un roedor que puede pesar hasta 70 kilos y que suele andar por las
arroceras. Agradecemos su generosidad pero aducimos que no comemos carne.
-¿Y cerveza? –amaga servir un
vaso con la botella a 45 grados.
Cuando le acepto y estiro mi
brazo, Cabeza exclama:
-¡Esto me tenías que decir que
no! - y la risa estalla y la imagen será una postal de nuestro paso por
Corrientes, me refiero la de aplacar el calor sofocante con cervezas heladas.
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