martes, 16 de diciembre de 2014

Las ferias

-En Uruguay hay ferias por todos lados –nos cuenta Lore, una argentina que vive en Montevideo hace unos años y a quien conocimos en El Bolsón, cuando junto a su compañero surcaban los caminos de nuestro continente.
Que haya ferias por todos lados es una excelente noticia para nosotros que necesitamos de manera urgente hacernos de pesos uruguayos ya que el cambio nos desfavorece y costearse la vida en estos pagos no resulta nada barato.

El sábado por la mañana nos dirigimos a ciudad vieja, el sector turístico de la capital uruguaya copado por artesanos y paseantes, donde además de poner el puesto me animo a cantar algunas canciones con el ukelele y me tiran unos mangos. Es la primera vez que lo intento y me siento muy cómodo, a pesar de que el ukelele es un instrumento nuevo para mí. Pero me hago el payaso, le canto a la gente a los ojos y la complicidad brota de manera instantánea.
Por la tarde asistimos a la feria de Parque Rodó, que más que artesanías expone diseño, lo que nos viene al pelo porque nuestros cuadernos tienen más que ver con lo segundo que con lo primero. Las ventas son exitosas y culminamos una jornada festivos y satisfechos. Al día siguiente, ya domingo y por la mañana, buscamos la calle Tristán Narvaja, donde se monta la feria más grande de Montevideo. Pero la realidad superó ampliamente las descripciones anteriormente formuladas por quienes nos aconsejaban que participemos, porque la gente se cuenta de a miles y los puestos se multiplican por las calles aledañas.
Digamos que esta feria de Tristán es la más popular que me ha tocado conocer porque no sólo que se encuentra de todo sino que para participar no hay que aprobar el examen de ninguna comisión: basta con ponerse.
El sol fulmina a quien se ponga ante sus rayos y resulta imprescindible ubicarse debajo de la sombra de un árbol, cosa no tan sencilla pero rápidamente resuelta, gracias a que nuestro vecino abandona temprano la jornada y nos cede el lugar. En las esquinas humean las chimeneas con comida, en el aire las músicas se confunden con las voces. La atmósfera está cargada de pueblo aunque estemos en una capital y seamos miles. Será por la compraventa rápida, sin tarjetas de crédito ni débito, ni bolsas de negocios o por la sucesión infinita de antigüedades que parecen desafiar los nuevos diseños.
En medio del movimiento, me contento ante algunas pausas que me permiten recorrer algunas de sus calles. Descubro así las frutas y verduras, el sector de libros y el de ferretería. Me siento tentado a comprar una escuadra de madera y borde de bronce pero rápidamente identifico que la unidad de medida es la pulgada. Vero adquiere una lata antigua, usada en el pasado por los escolares para transportar su merienda.
-Estuve buscando cuadernos y me recorrí toda la feria –la mujer de pelo negro desenreda sus manos y afirma la cartera a su costado – Quiero decirles que los de ustedes son lo que más me gustaron.

Los elogios provienen de diversas bocas y las buenas ventas confirman los dichos. Para las tres de la tarde la muchedumbre comienza a disiparse y los feriantes a juntar lentamente sus petates. Una señora se detiene a mirar nuestras postales. Las observa minuciosamente. Son más de cuatrocientas así que su estadía ante nosotros se extiende en minutos. Finalmente dio la vuelta y se fue sin comprar y sin saludar. Tal vez la excepción que confirme la regla.


martes, 9 de diciembre de 2014

Antes de cruzar el charco

Hay una sensación muy linda en la vida que se refiere al encuentro con un amigo mientras se está en el camino. La primera vez me sucedió con el Chori en Guatemala, en Antigua, luego de más de medio año sin vernos. Es una sensación extraña y bella porque uno descubre un rostro conocido en tierras y caras desconocidas. Lo propio se abre paso entre lo ajeno y ese descubrimiento es como arrebatarle un triunfo a la distancia.
De modo que cuando vi a Bruno ingresar en el edificio de la terminal de bondis de Gualeguaychú, una gratitud rayana a la felicidad me invadió. ¡Qué lindo abrazarlo, sentir ese cuerpo macizo que me rodea! Qué fácil pensar que nada malo va a pasar si ese abrazo dura una eternidad, como si esa contención suplantara y representara todos los abrazos que los que te quieren te pueden dar. Nos volvíamos a ver después de ocho meses y eso había sido más que siempre. ¿Hay algo que cambia? Estamos distintos, claro, ¿pero no somos los mismos? Pienso que del mismo modo que en una operación multiplicadora la alteración de los elementos no altera el producto; los cambios en nosotros no alteran nuestra amistad.


Lucho me llamó a las diez de la noche para decirme que habían cortado la correa del alternador, que en el Falcon es la misma que el ventilador, que estaba todo mal, al costado de la ruta y sin luz. Estaba junto con el Chori, a quien yo no veía desde hacía más de dos años, y parecía que el reencuentro largamente deseado debía esperar un poco más. Después de muchas llamadas fallidas debido a la falta de señal que ellos captaban desde la ruta, logramos mandarle la grúa del peaje. Casualmente, el mismo tipo de la grúa era el mecánico que necesitaban.
-Me cargan el auto y nos dejan 15 kilómetros atrás, en Ceibas - me cuenta Lucho y su voz al teléfono es segura, de un tipo que sabe lidiar con los contratiempos, que sabe que es así, por eso no reniega, porque si no renegó cuando tuvo que salir a hacerse de unos mangos con la mensajería cuando tenía dieciséis años, si no renegó cuando los pibes del Delva no ponían huevos, tampoco lo iba a hacer ahora. –Mañana vemos al mecánico temprano y te llamo –sentenció, cortamos el teléfono y con Bruno descorchamos un vinito y le entramos a los ravioles con crema que Vero había preparado.
Antes que cualquier suspicacia tempranera Lucho nos avisó que el mecánico los alcanzaba hasta Gualeguaychú, ya que él tenía que venir a comprar los repuestos, de todos modos. Dos horas más tarde ambos descendían de auto ajeno con la sonrisa precisa. Un abrazo entrelazado nos unió como un equipo de fútbol luego de ganar una final. Fue una lástima que los juegos de fin de semana hayan sido en pareja (tanto el tejo, el fútbol tenis o el truco) porque nos privamos de ese abrazo aunque tampoco hace falta estar todo el día a los besucones.
Uno de los puntos más positivos fue desterrar el mito del chori en el tejo. Su juego desafortunado, impreciso y hasta desgarbado lo colocó en el último lugar de la tabla, cerca de Bruno, también con un desempeño bajísimo y asombroso si consideramos su participación en estancias bonaerenses de bocha, lo que suponía (él, nosotros) que debería andar parecido con las tablitas de madera. Vero disputó su partido aparte con su brazo derecho frágil e inocente, que no hacía lo que le dictaba su cabeza. En lo que a mí respecta, y como para cerrar este párrafo deportivo, debo decir que caí en la final ante un Lucho desconocido: me metió los cinco tejos en la primera jugada.
La visita, que incluyó una excursión sorpresiva de Estefa y que implicó sumar una cuota de energía femenina que apacigüe el aluvión masculino potenciado por largos meses (en algunos casos años) de no vernos, duró lo que duran las buenas historias. Si tres días es poco, cierto también es que “hay tiempo para dar todo lo que haya que dar”, como dicen los amigos del Plan, lo que multiplica el tiempo y el espacio hacia el futuro, acaso una promesa implícita, silenciosa, verdadera, que considera que han pasado los años de amistad y las pruebas van más allá de la calvicie prematura de Bruno o mi barba de incipientes pelos blancos.

El periplo finalizó cuando los dejé a los tres en Ceibas y regresé a Gualeguaychú. Cuánto tiempo pasará hasta que el fenómeno unionista se concrete nuevamente es una incógnita rápidamente convertida a deseo. El último día con Estefa fue una manera agradable de no acusar recibo instantáneo de la soledad y de equilibrar la balanza en favor de la armonía un tanto apremiada por la euforia del deporte desmedido y los brindis sucesivos.
La familia
A estas alturas, Gualeguaychú se había convertido en una parada estratégica para recibir visitas: a 260 kilómetros de la Capital Federal era el lugar más cercano a gran parte de la familia y nuestros amigos. Después de algunos días en pareja llegó Perla y días más tarde Romina, Gerardo, Nala y Uma. Con excepción de algunos momentos de lluvias y cielos plomizos, el sol fue el protagonista indiscutible de estas jornadas de río y playas. La costanera sobre el río Gualeguaychú, que durante los días de semana es de ritmo apacible, los sábados y domingos se transforma en el tontódromo, expresión acuñada en Mendoza y que define a ese paseo absurdo, perezoso y mediocre, que consiste en mirar al otro. En mis pagos le llaman la vuelta al perro.
Uno de los paseos mejor aprovechados fue la visita al Balneario Ñandubayzal, ubicado a más de diez kilómetros de la ciudad y frente a la pastera Botnia en Uruguay. El río Uruguay es una pileta inmensa, carente de vértigo en su declive que permite adentrarse más de doscientos metros sin que el agua supere la cintura. La playa es de arena y tiene dispuestas sombrillas de tronco y paja emulando cualquier postal de cualquier playa paradisíaca. Las niñas se entretuvieron extrayendo almejas y los grandes sufrimos el embate de Perla en el tejo que nos dejó atónitos.
Camino al balneario, sobre mano derecha, se encuentran las termas de la ciudad, poco recomendadas por los locales. De todos modos fuimos a pasar una tarde y, si bien es cierto que no tiene la calidad de otras de la región como las de Chajarí o Federación, resultaron amenas para nuestros propósitos que consistían en salir de la cabaña luego de un día de lloviznas.



Ahora es martes y todos se han ido, menos nosotros, que a esta altura parece que no lo haremos nunca. Lo que sucedió fue que en una de las noches se vino abajo el tanque de agua lindero a la cabaña provocando un abollón en el capot del auto de Romina. Entonces Perla, ni lerda ni perezosa, canjeó el arreglo (que nunca se concretaría) por dos noches más para nosotros en la cabaña. El aire continúa húmedo y el sol aún no ha asomado sus rayos fulminantes. Con Vero ordenamos la casa para el tiempo que resta y notamos la presencia, la energía de los que por aquí pasaron que fluye como un manantial suave y fresco. Eso es lo que vive dentro de nosotros, lo que nos acompañará cuando partamos hacia tierras charrúas.