jueves, 31 de julio de 2014

Nieve en mi ventana

El pequeño cuarto de Dani, que construyó arriba, como zarpándole un espacio al rancho, tiene ventanas angulares con cortinas de colores. Como todas las mañanas, levanté la cabeza y de un manotazo las corrí, para ver cómo venía el día. Ver los copos blancos viajar de arriba para abajo, singulares, blandos, el césped blanco, La Bartola blanca, los techos blancos, me hizo recordar a un momento de mi infancia que ocurrió hace exactamente veinte años, en unas vacaciones de quince días en Bariloche. Ese mañana comenzaba la segunda semana. Había llovido siete días seguidos y mi viejo comenzaba a preguntarse si acaso se iba a cortar las bolas. Incluso lamentó como una derrota propia cuando el vecino de la cabaña de al lado tuvo que volverse a su ciudad sin ver ni un copo de nieve (no podía soportar la idea de que le suceda lo mismo). Pero por esas cuestiones del destino o de la suerte o vaya uno a saber qué, esa mañana, el primer día de la segunda semana, todo se volvió blanco, como hoy. Aquel día levanté a todos de la cama, les grité desde la escalera, y no me importó que sean las siete ni lunes, como hoy tampoco me importó que sean las 9 ni domingo para helarme las manos con el fin de juntar un poco de nieve para construir un muñeco, una de esas cosas bastante boludas que disfruto seguir haciendo, sobre todo cuando me acuerdo que del otro lado estarán las sobrinas riendo con la boca abierta, como no creyendo lo que ven, con la complicidad de los que aún perdemos la cabeza con las cosas simples.

miércoles, 23 de julio de 2014

El Cerro Piltriquitrón

El Cerro Piltriquitrón, que en mapuche significa colgado de las nubes, tiene casi dos mil metros de altura. Hasta los 900 metros se puede llegar en vehículo, después hay que caminar, por un sendero  angosto y resbaladizo, que por momentos (sobre todo en esta parte del año) contiene una fina capa de hielo. Por casualidad coincide el estacionamiento del Piltri con el fin del bosque andino patagónico, caracterizado por cipreses, pinos exóticos, rosa mosqueta silvestre, para dar lugar a otra especie de árboles: la lenga.
A los 1400 metros sobre el nivel del mar se encuentra emplazado un refugio, que más que tal, es una pequeña casa de madera que cumple la función (entre otras cuestiones referidas a la salud y las emergencias forestales o de cualquier tipo) de anotar en una planilla a los que ingresan al bosque tallado, previo pago de treinta pesos por cabeza.

El Bosque Tallado tiene menos de veinte años y fue una iniciativa de artistas para cambiar la fisonomía de un sector de la montaña que había sido víctima de un gran incendio a fines de los ´80. La idea fue hacer esculturas utilizando los troncos caídos o quemados o reducidos por el siniestro y el resultado es un paseo con más de 50 esculturas realizadas por personas de diversas partes del mundo.

El cielo en los ojos
Cien metros más arriba está el refugio, construido con madera, que cuenta con energía solar, espacio bajo techo para pernoctar (70 pesos la noche) y espacio bajo estrellas para acampar (gratis), además de cocina, baño, salamandra y una terraza descubierta desde donde (según el clima) pueden verse el Lago Puelo, el Cerro Tronador (Bariloche) y aves nativas como el cóndor.
También, desde allá arriba, se puede contemplar El Bolsón, chiquito, cuadriculado, expandido amorfamente; y el silencio, siempre absoluto, sensible a ser terreno fecundo para los pájaros, el desprendimiento de rocas, el grito de felicidad de un niño lleno de colores.





sábado, 19 de julio de 2014

El lago de Puelo

Las nubes son gordas y violáceas, acuosas y flotantes, y se suspenden entre las montañas que las hay para todos los gustos: verdes llenas de pinos, rocosas, nevadas. El Parque Nacional Lago Puelo impacta sin importar el clima, porque el clima, o más bien su geografía, es el atractivo principal. Por eso da igual que hoy la lluvia sea intermitente, que el cielo no sea celeste uniforme, que el sol no salga ni para recordarnos que existe. El lago es ancho, todo lo ancho que le permiten las montañas que jamás lo aprietan, más bien le demarcan hasta dónde puede explayarse (aunque siempre pueda crecer hacia arriba, como sucede en las inundaciones).
Es bueno recordar que un Parque Nacional es un área protegida, por lo tanto, allí se encuentran ecosistemas resguardados de la violencia humana, árboles añosos, flora y fauna particularmente cuidada para hacer posible su conservación y reproducción.
Son muchos los senderos que lo penetran. Cada uno difiere del otro. En algunos priman los arces, árboles cuya madera es utilizada para construir instrumentos, en otros los arrayanes, de tronco dorado y manchas ocres. Cada paisaje es único, según el camino elegido: se puede caminar sobre hojas plateadas o verdes y la vista puede contemplar picos blancos o pinares. Con el sonido sucede algo similar: por momentos los pájaros del lugar, luego agua de cascada, más tarde el silencio absoluto.  Jamás algo perturbador o molesto. Aquí la naturaleza se brinda en pleno, da todo lo que tiene para dar y no se guarda nada, ni colores, ni aromas, ni matices.
Para descansar las piernas una buena opción es la playita que da al lago. Ahí la vista necesita de largos minutos para recorrer todo lo que hay para ver, así que es el lugar elegido para poner de punta a La Bartola y desplegar la mesita y las sillas que serán nuestro mobiliario para el almuerzo. Sólo el frío hace que la sobremesa no se extienda hasta el infinito. Y el partido de Argentina, que comienza en breve y todavía debemos regresar.


lunes, 7 de julio de 2014

Los recién llegados

Tomy dobla el taco, lo manduca con ganas, está contento que el jugo de tomate no le chorrea porque inventó una técnica para doblarle la punta. Así todo, más por precaución que otra cosa, inclina su cabeza sobre el plato y luce su pelada joven, que aún combate dejando crecer los pelos de atrás. Llegó a El Bolsón en el verano, desde el barrio de Flores en Capital y no quiso irse. Buscó laburo y finalmente alguien le ofreció vender sándwiches al mediodía. Hace poco, algunas semanas, se puso de novio con Erica, la tatuadora de El Bolsón, que está sentada a su lado y lo mira enternecida. El rótulo, grandilocuente, sólo expresa un dato objetivo: es la única mujer que tatúa. Erica vive aquí hace como tres años. Llegó desde General Rodríguez, cerquita de Luján y ahora vuelve de vez en cuando de visita. Martín, el pelo prolijamente recortado, vestido de negro, llegó hace un mes desde Olivos, aunque ya había estado varias veces. Dice que es montañista, habla de refugios, que esto es el paraíso, mientras fuma un cigarrillo atrás del otro y sirve su vaso de vino. Por último, Gaby, maestra, quien hoy festeja sus treinta años. Llegó hace dos semanas y, por ahora, vende bolsitos en la feria, además de ejercer su profesión. La mesa se completa conmigo y Vero y es una fotografía de la ciudad. (Siempre teniendo en cuenta que una fotografía es un recorte arbitrario de la realidad).
El Bolsón es un lugar elegido. Lo fue hace muchos años y lo continúa siendo ahora, en un peregrinaje que comenzó a fines de los ´60 con porteños pelilargos que supieron leer los peligros múltiples que se avecinaban en la ciudad de la furia (sociedad de consumo, dictadura militar) y optaron por una vida alejada de todo ello. Hoy, pasado medio siglo, continúan llegando jóvenes en busca de un lugar en el mundo, alejados del ruido y la vorágine. En todo caso, de lo que se trata es de huir de algo que ya no se soporta más pero, lo que se encuentran, naturalmente,  ya no es más el paraíso patagónico despoblado donde nada malo sucede sino una ciudad que ha crecido y lo ha hecho como pudo: a los ponchazos. Basta caminarla para comprobar el escaso asfalto, la falta de planeamiento urbano, la precariedad de las casas que no tienen, en general, gas natural (lo que implica aprovisionarse de leña para calefacción) e irregular tendido eléctrico. Pero el mayor problema que afrontan los recién llegados (y los no tanto, ya que es un problema que los excede, incluso también a la comarca; un problema nacional que el Procrear intenta menguar, aunque resulta insuficiente) es hacerse de un lugar físico para vivir. Una casa, bah. Los alquileres se fueron al diablo y los terrenos son inaccesibles: de esa realidad a un asentamiento, sólo bastan un par de familias decididas. Y eso parece ser lo que más perturba a los habitantes de estos lados. Los que toman un terreno sufren la vulnerabilidad material de no tener luz ni gas ni la certeza de que alguien (policías, ¿quién si no?) vengan de un momento a otro y los dejen nuevamente en la calle. Los otros (quienes tienen resuelto lo habitacional) ven en ellos una amenaza latente, aprovechadores de la ineficacia del Estado, destructores de la geografía pública.
En esa compleja trama se desenvuelven las vidas aquí. Los desafíos son múltiples, si se pretenden solucionar estos conflictos, que son nuevos, propios de este tiempo, y que se han ido profundizando a medida que las nuevas generaciones continúan eligiendo El Bolsón como destino para sus vidas. Un destino que, como muestran los casos de Jorge (el puestero de enfrente que vende nueces) y Dani (quien nos prestó la casa) puede ser para siempre, lo que implica (aunque no en todos los casos), hijos, nietos, nada nuevo en la reproducción natural de las especies.
El Piltri, que enamora a todxs





martes, 1 de julio de 2014

La feria

Antú, los ojos saltones, la ropa sucia, los pelos que le salen por debajo del gorro marrón, me dice que esto no es nada, que lo peor es la helada negra. Me explica cómo se provoca pero no lo entiendo, ni me importa, porque hace tres grados bajo cero y creo que no puede haber más frío que este. La feria se monta igual, desde temprano: más de trescientos puestos esperando que hoy se mueva, que venga gente, que compren. Y gente hay, pero no tanto como para que a todos nos vaya muy bien. Cierto es que aún no empezaron las vacaciones de invierno, ni en Europa las de verano.
Lo que a otros les lleva una hora o más, nosotros lo solucionamos en diez minutos, y me refiero a armar el puesto, que consiste en una mesa playera de madera plegable, unos tacos para elevarla, otra madera que nos brinda mayor superficie, la manta, los cuadernos artesanales, las postales y, arriba, una soga finita sostenida por postes de aluminio para carpa donde colgamos los origamis (grullas y estrellas de papel).
Hecho el puesto, sólo resta esperar. ¿Pero qué hace un feriante en el tiempo que transcurre entre cliente y cliente? Ese es un terreno donde cada quien tiene su receta. En lo que a mí respecta, prefiero tejer, intercambiar frases ocasionales con los puesteros vecinos, tomar mate. A mis costados, no son pocos los que prefieren el porro y la cerveza como las mejores compañías. Estrategias de venta hay miles, sospecho, y nosotros las vamos descubriendo a medida que nos ponemos cancheros. Hablar mucho invade, hablar poco resulta descortés, no levantar la vista genera desinterés, en fin, todas asociaciones que cobran sentido y lo pierden en el mismo momento que se ponen en juego, lo que deja de manifiesto que cada persona es un mundo en sí mismo y el éxito, entonces, radicaría en descubrir qué fórmula funcionaría mejor según el caso. Me entretengo pensando que esto es posible.
La feria es un universo donde se encuentra de todo pero, además, es el lugar donde cientos de personas recurren a hacerse un mango, en una ciudad que no genera más actividad de consumo que la limitada a la comida y cuestiones básicas. Los primeros días me preguntaba cómo hacían aquellos puesteros que compraban una birra luego de una venta. Charlando con Antú me contó que muchos, incluso él, viven en los altos, en tierras tomadas, sin calefacción (la media en invierno es de 0 grados), sin agua potable, sin luz ni gas.
El calor proviene de la leña que ellos mismos se propinan y las velas reemplazan los faroles, casi siempre, sobre todo cuando la garrafa ya no tiene más gas y eso sucede a menudo.
Es raro por qué los hippies eligieron un sitio tan hostil para vivir. Nadie de los muchos a los que pregunté pudo responderme esa pregunta con convicción. Improvisaron argumentos como la belleza natural, el alejamiento de la gran ciudad, pero nada extraordinario con respecto a otros pueblos que brindan las mismas condiciones en un clima que no te demanda tantos esfuerzos para llevarla bien.

A pesar de todo, martes, jueves y sábados la plaza se engalana, se llena de gente, de olores, de buscas, de oportunidades. En ese paño jugamos nuestras fichas, que son tímidas pero se la bancan, tan originales y fuera de lugar que a veces la gente tiene que mirar dos veces para creerlo. Trescientos puestos del color de la madera, la lana, el recuerdo, los cinturones, los alfajores, la cerveza artesanal. Trescientos puestos marrones, negros, grises, bordó, ocres  y uno, sólo uno, celeste, amarillo, naranja, con lunares, con grullas que cuelgan, con fotos de Charly y estampados de los Beatles. Allí atrás nos encontramos, bienvenidos, levanten sin compromiso.